El bosque de las sombras I: La ofrenda

XVIII Otro regalo del rey

Puesto de vigilancia en Frilsia, reino de Arkhamis.

El rey Camsuq enjuagaba un trapo en un lavatorio. El agua se iba tornando gradualmente de un intenso rojo. Con él se limpiaba la sangre que había salpicado su rostro. No dejaba de sonreír.

—¿Los soldados se calmaron? —le preguntó a Magak, que se mantenía cabizbajo.

—Sí, majestad. No quieren ser condenados a muerte.

—Más les vale ¿Y el esposo?

—Fue llevado a una celda como usted ordenó, majestad.

—Bien. Iré a hablar personalmente con él. ¿El otro encargo está listo?

—Así es, majestad. Ya se les informó a los líderes de los escuadrones que repitan el procedimiento y acaben con los Dumas infiltrados.

El rey suspiró.

—Si tan sólo hubiera un modo de controlar a esas criaturas ¡Qué gran ejército tendríamos! —dijo para sí.
Soltó el trapo y se deshizo de las ropas sucias, cambiándolas por otras limpias.

El general se mantuvo en silencio, viéndolo irse a las mazmorras.

—¡Usted! ¡Usted no es un rey! ¡Es un monstruo! ¡Un monstruo! —bramó el soldado, aferrándose a los barrotes. Las lágrimas empañaban sus ojos.

—En eso te equivocas, muchacho. —Acomodó un banco, sentándose frente a la celda—. El monstruo era tu esposa.

El soldado, que aún portaba en su pecho el honorable escudo de Arkhamis, gritó y profirió insultos a su rey, intentando darle alcance a través de los barrotes. La sangre de la mujer que había sido su esposa le bañaba las ropas y su aroma le revolvía las entrañas. Tras darse de cabezazos contra la reja, lanzó escupitajos al monarca, pero se precipitaron al suelo mucho antes de siquiera poder salpicarlo. El hombre se dejó caer sobre las rodillas, mirando el escudo manchado, tocándolo para convencerse de que era sangre la que lo cubría.

Camsuq arrugó la nariz cuando el olor agrio del vómito del soldado llegó hasta él.

—Hace veinte años, la humanidad estuvo a punto de extinguirse a manos de criaturas monstruosas, cuya bestialidad no tuvo igual y que osaron invadir nuestro territorio. Tengo entendido que tu padre murió en esa guerra.

El soldado limpió su boca con la manga del uniforme. Se había hecho soldado por admiración a su padre.

—Esas criaturas, los Dumas, son capaces de imitar la apariencia de un humano. Tu esposa era una de ellos.

—No... No es cierto... ¡Eso es una mentira!

—Tú mismo lo viste. Sus ojos ardieron como brasas cuando estuvo cerca del amuleto ¿Has visto que a un humano le pase algo así?

—Ella... ¡Ella era mi esposa! —gritó entre lágrimas.

A su llanto se sumó el sonido de la tela al rasgarse. El escudo de Arkhamis había sido partido en dos.

—Lo sé, es una verdadera crueldad que esa criatura haya jugado con tus sentimientos de ese modo, llegando incluso a meterse en tu lecho. Ni siquiera sabemos si era realmente una hembra.

—¡Cállate! ¡Cállate, maldito!... Cállate... Por favor... —Se cubrío los oídos, arrodillado todavía junto a su vómito.

—¿Cómo la conociste? ¿Dónde?

—En la aldea... Ella era una aldeana como todas... Yo la amaba...

El rey rodó los ojos. En seguida, interrogó al prisionero sobre todas las actividades de su esposa, lugares que frecuentaba y personas con las que se relacionaba. Nada le llamó la atención.

—Esas criaturas deberían estar muertas, pero han regresado y están atacándonos en el único lugar para el que no tenemos armadura y donde precisamente somos más vulnerables: nuestro corazón.

El soldado miró su pecho desnudo. Lo cubrió con los jirones de su camisa, juntando ambas mitades del escudo. Sus ojos, desorbitados, parecieron poseídos por la locura.

—Ahora, soldado ¿Debo considerarte mi enemigo o me ayudarás a devolver a esas criaturas al infierno para vengar tu honor?

—Considéreme... su más leal aliado, majestad.

∽•❇•∽

A mediodía, un carruaje se detuvo frente a los enormes muros que resguardaban el palacio de Nuante. Desde uno de los balcones, la princesa lo había visto acercarse por el camino y corrió a su encuentro. La presencia del escudo de su reino la llenó de dicha por esperar que se tratara de su padre. Rápidamente destrabó la puerta y el carruaje entró.

—¡General Magak, qué gusto verlo! —saludó, con una sonrisa y una reverencia en la que intentó coger el faldón del vestido que no llevaba puesto. Rio, sabiendo que tendría que hallar otra forma de saludar ahora que usaba pantalones.

—¡Dichosos mis ojos, que pueden volver a contemplarla, majestad! No he dejado de pedir a los dioses para que la mantengan a salvo. —Se quedó viendo las vestimentas que ella llevaba, a su parecer muy inadecuadas para su dignidad y realeza.

Le parecía un castigo. Si la bestia que moraba en el palacio se proponía arrebatarle su belleza, tendría que hacer mucho más que obligarla a usar esas ropas horrendas, pensó. Se consoló viendo la sonrisa que ella le daba.




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