El bosque de las sombras I: La ofrenda

XXI Rendirse ante él

El relinchar de los caballos sacó a la princesa de la cama y tras comer una pieza del pan traído por los aldeanos, fue a encontrarse con Desz.  

Tenía él dos caballos, como prometió. Un corcel negro y de pelaje lustroso y uno blanco con cara de aburrimiento.

El relinchar de los caballos sacó a la princesa de la cama. Comió deprisa una pieza del pan traído por los aldeanos y fue a encontrarse con Desz en el patio frontal. Tenía él dos caballos, como había prometido: un corcel negro de lustroso pelaje y uno blanco con expresión de aburrimiento. No se veían en muy buena forma, pues estaban algo gordos. Probablemente no eran usados más que para arrear carretas de vez en cuando y no tendrían mucha resistencia para el galope, supuso Lis, que se consideraba bastante capaz respecto a los caballos.

—Pareces decepcionada —comentó Desz, divertido por la forma en que ella inspeccionaba a los animales.

Sólo le faltaba levantarles las patas para revisar el estado de las pezuñas.

—Me sorprende que no se hayan desmayado con la cabalgata hasta aquí —observó ella, levantándole una pata al caballo blanco.

Desz sonrió, palmeando el lomo del caballo negro. Al parecer, la princesa ya había hecho su elección.

—También tenían unas mulas. Si prefieres...

—No. Vayamos pronto, antes de que el sol les afecte.

Era una mañana despejada y prometedora de un sol abrasador. La princesa montó al animal sin dificultad. Usar pantalones era una gran ventaja de la que gozaban los hombres, notó. Cada vez extrañaba menos usar vestidos tan elaborados e incómodos, la ropa masculina estaba hecha para moverse; la femenina, para estar quieta y lucir hermosa. Y ella siempre había tenido problemas para estar quieta.

Cabalgaron por el camino que descendía desde el palacio. Sin la prisa que llevaba cuando había salido a buscar sangre para la bestia, Lis pudo observar en detalle los paisajes de Nuante. En la bifurcación, el valle rodeado de grandes árboles destacaba de su estéril alrededor. Por entre ellos, una zona húmeda y hasta pantanosa parecía cubrir la tierra junto a la quebrada. Deseaba bajar e ir allí. Desz se le interpuso.

—¿Por qué no podemos ir al valle?

—Porque es un cementerio —dijo él escuetamente, pasando de largo—. Ni tú ni yo somos bienvenidos allí.

Ella, con la sangre de Camsuq corriendo por sus venas; él, cuya culpa lo perseguía como una sombra. Con una melancólica mirada Lis reemprendió la marcha, siguiendo a Desz y a su sombra. Atrás dejaron el valle, cuyo verdor lo hacía lucir como un oasis en tierra estéril. Paradójicamente, la vida surgía donde yacía la muerte. Los cadáveres abrazados por las enredaderas del palacio eran muestra de ello. Incluso habían ardido juntos en la pira funeraria que la criatura había erigido en un rincón del patio.

—Desz —llamó, dándole alcance—. ¿Puedes controlar a las plantas?

—A algunas.

—¿A cuáles?

—Las del palacio crecieron alimentándose de mi gente. Ellos les sirvieron de abono, impregnándolas con sus esencias; ellos y yo éramos uno.

Abono. Así era como la muerte daba origen a la vida. Volteó, mirando los enormes árboles que rodeaban el valle y se preguntó si Desz también sería capaz de controlarlos.

Siguieron por la quebrada, llegando a la ribera de un río que serpenteaba por entre enormes peñascos. Descansaron a la sombra que el muro de roca les proveía, viendo a los caballos refrescarse bebiendo el agua cristalina. Habían resistido bastante bien y Lis supuso que se debía a la marcha lenta que procuraron tener.

—¿También puedes controlar a los animales? —preguntó, viendo a los caballos que ahora olían unas hierbas.

—A algunos.

—¿A cuáles?

—A los que me reconocen como su amo. Depende de ellos, no de mí.

Los caballos ahora comían de las hierbas.

—¿Lo mismo vale para las personas?

Desz sonrió, viéndola con interés.

—¿Te preocupa rendirte a mi voluntad?

Ella se volvió a verlo lentamente y tragó saliva. Luego, fijó su vista en los caballos una vez más. Le era difícil mirar aquellos ojos grises por mucho tiempo. La inquietaba creer que podieran ver en su interior, pues tenía la certeza de que, cuando la vieran por completo, ya no podría apartar la mirada.

Y no quería rendirse ante él ni reconocerlo como su amo.

—¿Qué hay en el bosque de las sombras? —preguntó, para dejar de pensar en el gris de sus ojos.

—La curiosidad no es buena consejera, Lis. Cuando debas saberlo, lo sabrás.

Aquellas palabras sólo eran leña para hacer arder aún más esa curiosidad. Y era ésta una enfermedad que se esparcía como la gangrena. El único modo de acabarla era saciándola, por doloroso que fuera. La muerte del caballo se lo recordaba a cada instante. Supuso que tendría que seguir esperando.

—Háblame de los Dumas, entonces —pidió con amabilidad.

Desz exhaló pesadamente.

—Había olvidado lo ruidosa que eres —se quejó, arrepintiéndose de haberla invitado a pasear.




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