La viajera se tambalea y se deja caer sobre los restos de huesos destrozados. Está cansada, la falta de sueño y la pérdida de sangre empiezan a afectarle ahora que su cuerpo ha dejado de producir la adrenalina.
Saca de su cinturón una pequeña botella y bebe un trago de su contenido. A los pocos segundos la sangre deja de brotar de la herida y se cura por completo poco después.
Descansa unos minutos hasta que recuerda el grito del mercader. Ellos todavía se están enfrentando a los hijos de la Criadora, defendidos únicamente por un fuego casi extinto y unas piedras protectoras que no aguantarán contra tantas criaturas.
Recupera su espada de entre unos matorrales para después dirigirse al cuerpo de la bestia. Le corta la cabeza y le arranca la capa para envolverla con ella. Cuando la tiene bien guardada, corre de nuevo hacia el pequeño campamento, pensando que es una suerte que las crías de la bestia todavía no hayan alcanzado la adultez.
Los tres hombres no están en una situación demasiado buena. La hoguera se ha convertido en brasas que apenas iluminan, la lanza del soldado se ha partido por la mitad y el hechizo protector de las piedras se está agotando, tal y como indican las pequeñas grietas que se han formado en ellas.
−Por favor, Zaeru, Señor de los Cielos, no soy muy devoto, pero si nos sacáis de esta, prometo ser un hombre de bien y serviros con mi vida. Por favor, concededme un poco de vuestra buena fortuna −suplica el hombre del laúd al cielo.
Su milagro se concede cuando una luz brillante ilumina el claro, acabando con todas las criaturitas. Los hombres se sorprenden, pero enseguida vuelven a ponerse en guardia al oír pasos.
−¿Estáis bien los tres? −pregunta la viajera saliendo al claro.
−¡Eráis vos! −exclama el hombre del laúd−. Bendita seáis, mi señora. Os seré leal el resto de mis días. No alabaré a ningún dios nunca más.
−Acabas de ofrecerle tu vida a Zaeru y ya le estás fallando −se queja el mercader, todavía con el susto en el cuerpo, acercándose a su mercancía y comprobando que todo está en perfecto estado.
−¿Y la bestia? ¿Habéis acabado con ella? −pregunta el hombre de laúd escudriñando el bosque.
La mujer lanza la cabeza a los pies del soldado. El mercader suelta un grito y retrocede. El hombre del laúd se estremece con violencia.
−Eso es para ti. Igual que esto −dice entregándole la cadena de oro−. Es de la hija del alcalde de Regi, ¿verdad? −el soldado asiente−. Diles a los padres que la bestia que asesinó a sus hijos está muerta.
−Entonces, ¿es cierto? ¿Sois una Alrkmer? −la curiosidad del hombre del laúd parece haberse despertado.
−Lo soy.
−¿Y esa luz de antes? ¿Era vuestra magia?
−Sí.
−¿Podéis decirme vuestro nombre, valiente hechicera? −ruega el hombre del laúd haciendo una reverencia−. Pienso recorrer cada rincón del reino cantando vuestras hazañas.
−No creo que sea una buena idea. Hay mucho odio hacia mi gente.
−No por mi parte. No después de salvarme −dice con admiración en el rostro.
−Eres muy amable −responde la hechicera con evidente incomodidad. No está acostumbrada a recibir un trato tan amable de los humanos.
−Mi estimada señora −la llama el mercader−. Esto es para vos, por salvar mi vida y proteger mi mercancía −se acerca a ella con una inclinación de cabeza y le entrega un bonito medallón con una piedra naranja incrustada−. Es del mismo tono que vuestros ojos −le dice−. Ya sé que debido a vuestra situación, no seréis invitada muy a menudo a un baile. Pero prometedme que os lo pondréis si se os presenta la ocasión.
−Lo haré. Muchas gracias −responde con gratitud.
−Y prometed que no volveremos a cruzarnos. Me queda poco para retirarme y Zaeru sabe que mi pobre corazón no podría soportar otra noche como esta.
−Lo prometo −dice sonriendo.
− Si algún día vais a Regi, buscadme −dice el soldado cuando el mercader se retira−. Preguntad por Bastien en el cuartel. Mi esposa y yo estaremos encantados de ofreceros un plato caliente y un lugar de descanso.
−Eres muy amable.
−Vos nos habéis salvado la vida jugándoos la vuestra a sabiendas del rechazo que provocáis en nosotros. Hoy me habéis enseñado que no debo juzgar a alguien por los pecados que su pueblo cometió en el pasado. No volveré a hacerlo −el soldado se retira con una reverencia dejando paso al hombre del laúd.
−Mi señora, por favor, decidme vuestro nombre −suplica.
−Está bien, pero prometed mantenerlo en secreto −cede. El hombre asiente−. Soy Sigrid de la majestuosa casa de los Gerlae.
El hombre abre los ojos, impresionado.
−Su alteza −dice haciendo una reverencia.
−Hace mucho que ningún humano se dirige a mí por ese título −dice con una sonrisa triste.
−Vos no deberíais tener que vivir así. Sois una princesa −dice el hombre con indignación.
−La princesa de un pueblo acabado y casi extinto.