El bosque del lobo

El regreso a casa

El tren se detuvo con un chirrido prolongado, sacudiendo los vagones y haciendo que Maya se sujetara con más fuerza al asa de su mochila. Fuera, la estación del pueblo se veía exactamente igual a como la recordaba: pequeña, con su techo de tejas rojas y los bancos de madera desgastados por los años. A diferencia de las estaciones bulliciosas de la ciudad, aquí todo parecía moverse en cámara lenta.

Maya suspiró. ¿Cuántos años habían pasado desde la última vez que estuvo allí? Siete. No, casi ocho. El tiempo suficiente para que todo le resultara familiar y ajeno al mismo tiempo.

Observó por la ventanilla, recorriendo con la vista los pequeños detalles de aquel lugar detenido en el tiempo. Un perro dormía a la sombra de un poste. Un grupo de ancianos conversaba en una banca con la calma de quienes nunca tienen prisa. Una vendedora de empanadas revisaba su teléfono, esperando clientes que probablemente tardarían en llegar.

Nada había cambiado.

Excepto por ella.

Suspiró, intentando calmar la sensación de nudo en el estómago. No había vuelto por gusto, sino porque su madre la había llamado insistentemente. "Tu padre quiere verte." Las palabras seguían repitiéndose en su cabeza, sin encontrar sentido. Carlos Moreno no era precisamente el tipo de hombre que pedía reencuentros familiares.

¿Por qué ahora?

Maya ajustó la chaqueta de mezclilla sobre su camiseta y tomó su maleta con decisión. No tenía sentido retrasarlo más.

Cuando bajó del tren, una ráfaga de aire fresco le revolvió el cabello. Inhaló profundamente. Y entonces lo sintió.

El aroma del bosque.

Era inconfundible.

Ese olor a tierra húmeda, a madera vieja, a musgo y hojas secas. Siempre había estado ahí, envolviendo el pueblo como un guardián silencioso. Cuando era niña, solía amarlo. Se escabullía hasta la linde del bosque y pasaba horas allí, explorando, sintiendo la naturaleza respirar a su alrededor. Hasta que su padre lo prohibió.

—Maya.

La voz la sacó de sus pensamientos.

Se giró y encontró a su madre de pie junto a un auto negro. Seguía igual que en sus recuerdos: su cabello oscuro recogido en una trenza larga, el mismo vestido de telas suaves, los mismos ojos cálidos. Pero había algo más en ellos. Algo diferente.

Cansancio.

Maya dejó caer la maleta y se acercó rápidamente.

—Mamá.

Elena Moreno la estrechó en un abrazo fuerte, casi desesperado.

—Has crecido tanto —susurró con la voz quebrada.

Maya sonrió levemente, sintiendo un nudo en la garganta.

—No han pasado tantos años…

—Para una madre, siempre es mucho.

Elena la soltó lentamente y le acarició la mejilla con ternura.

—Es bueno verte en casa.

Maya no estaba tan segura de que fuera su casa, pero no quiso decirlo en voz alta.

Su mirada se desvió hacia el auto. Su padre estaba en el asiento del conductor. No se había bajado, ni había hecho el más mínimo gesto de saludo. Solo la observaba con esa expresión fría que siempre le había hecho sentir como una extraña.

—Vamos —murmuró su madre, tomando su mano con suavidad—. Será mejor que vayamos a casa.

Maya asintió en silencio.

Subió al auto y dejó su maleta a un lado. El motor rugió suavemente cuando su padre arrancó. Nadie dijo nada. El silencio en el vehículo era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.

Carlos Moreno no había cambiado en lo absoluto. Su cabello tenía más canas que la última vez que lo vio, y las arrugas en su rostro eran más marcadas, pero su postura seguía siendo la misma: rígida, dominante.

Elena intentó suavizar la tensión con una conversación trivial.

—La casa sigue igual. Te preparé tu habitación.

Maya asintió sin dejar de mirar por la ventana. El pueblo seguía igual. Las mismas calles polvorientas, los mismos negocios con letreros pintados a mano, las mismas caras de siempre. Algunos transeúntes volteaban a verla con curiosidad.

Pero Maya apenas los notaba.

Porque el bosque estaba ahí.

Grande. Majestuoso. Indomable.

Se extendía a lo lejos, como un mar de sombras verdes y doradas. Los árboles se mecían suavemente con el viento, y por un momento Maya sintió que la observaban.

Un escalofrío recorrió su espalda.

¿Por qué me siento así?

No podía explicarlo, pero algo en el bosque la llamaba. No solo en un sentido figurado. Era un tirón físico, casi imperceptible, que le hacía querer bajar del auto y correr hacia la espesura.

Pero eso era ridículo.

Eran solo árboles.

—¿Sigues soñando con el bosque?

La pregunta de su madre la sacó de sus pensamientos.

Maya giró el rostro, sorprendida.

—¿Cómo sabes que soñaba con él?

Elena no respondió de inmediato. Miró a su esposo de reojo, como si temiera hablar. Carlos apretó la mandíbula y sus nudillos se tensaron sobre el volante.

—No importa —dijo él finalmente, su voz firme—. No tenemos tiempo para fantasías.

Maya frunció el ceño.

—¿Fantasías?

—Sí —respondió Carlos con dureza—. Espero que esta vez entiendas lo que está en juego aquí.

Maya sintió una oleada de frustración.

—No entiendo a qué te refieres.

Carlos resopló con impaciencia.

—Lo entenderás pronto.

Maya apretó los dientes y volvió a dirigir la vista hacia la ventana. Había olvidado lo insoportable que podía ser su padre.

El auto tomó el desvío hacia su casa. Pasaron por la misma carretera de siempre, bordeada por árboles altos que se alineaban como guardianes.

Y entonces, en un instante fugaz, lo vio.

En la linde del bosque, entre las sombras, una figura se movió.

Era rápida, apenas perceptible, pero Maya la sintió más que verla. Un destello ágil, un movimiento fluido entre los árboles.

Su corazón se aceleró.

No era un animal cualquiera.

No podía explicarlo, pero sabía que no era normal.

Cerró los ojos y respiró hondo. Tal vez solo estaba cansada.




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