Vuelo por los aires, cortesía de un robusto zapatero enojado. Aterrizo con una elegancia digna de un trapo viejo y me levanto del suelo con una sonrisa.
—¡Si vuelves a acercarte a mi casa, Aldric, será la última vez que uses tus piernas! —gritó el hombre furioso desde la puerta.
La multitud en la calle me observaba con una mezcla de asco y diversión. Acomodé mi capa, que ahora tenía un agujero más, y me volví hacia el gentío con una reverencia exagerada.
—¡Damas y caballeros, el espectáculo ha concluido! Por favor, no olviden dejar sus monedas en el sombrero del músico.
No había músico, claro, pero alguien tenía que mantener viva la farsa.
Mientras me escabullía por las callejuelas, escuché los inconfundibles cascos de los guardias.
Genial, los gorrones del rey ya estaban tras mi rastro. Sabía que no me convenía quedarme cerca del mercado. Conozco bien a los hombres del rey: lentos para pensar, pero veloces para blandir una espada.
Mi refugio habitual, un viejo barril detrás de la taberna de Gustav, me parecía una opción segura.
Sin embargo, mi suerte tenía otros planes. Apenas me encajé en el barril, escuché una voz que era tan familiar como molesta.
—Aldric, ¿otra vez en problemas? —La tapa del barril se levantó, revelando la mirada cansada del capitán Kieran.
Su armadura reflejaba el sol, haciéndolo parecer más imponente de lo que merecía. Pero para mí, solo era Kieran, mi camarada de la infancia que decidió pasarse al lado bueno y aburrido.
—¿Problemas? —respondí con una sonrisa falsa—. ¡Por supuesto que no! Solo estoy inspeccionando este barril. La calidad del roble ha... decaído desde que éramos unos niños.
Kieran suspiró y me sacó del barril de un tirón.
—El rey quiere verte, Aldric. Y esta vez no creo que sea para invitarte a cenar.
El salón del trono estaba tan imponente como siempre: candelabros gigantes, alfombras lujosas y un aire de superioridad que casi podía cortarse con un cuchillo. El rey me miraba desde su trono con una mezcla de exasperación y diversión.
—Aldric —comenzó, su voz resonando en la sala—, tus... travesuras han llegado demasiado lejos.
—Majestad, si me permite defenderme, no fue mi culpa que la señora prefiriera mi compañía al de su marido.
—¡Silencio! —tronó el rey, aunque sus labios temblaron, como si estuviera reprimiendo una sonrisa—. He decidido qué hacer contigo. Como parece que siempre buscas meterte donde no te llaman, tengo una tarea para ti.
Levanté una ceja, intrigado.
—¿Mi talento para el entretenimiento será finalmente reconocido?
—Al único que le haces gracia es a mi perro —dijo el rey, inclinándose hacia adelante—. Servirás a mi hija, la princesa Lyria.
La habitación quedó en silencio. Podía escuchar los latidos de mi propio corazón.
—¿Qué? ¿La princesa? —Mi risa resonó como un trueno—. No, gracias. Prefiero enfrentarme a los guardias.
El rey no estaba de humor para bromas.
—Es eso o la horca.
—Bueno, ¿por qué no lo dijo antes? —repliqué, esbozando una sonrisa nerviosa—. Siempre he sido fanático de las torres hechizadas con magia negra.
La torre era todo lo que uno no esperaría para una princesa: alta, sombría y con un aura de aislamiento que haría llorar a un mimo.
Y tal como a una ejecución, fui llevado en carruaje, con un saco en la cabeza, atado de pies y manos, custodiado por guardias para no escapar.
—¿Saben que puedo ver a través de la tela? —nadie me respondió—. Hay árboles muertos, animales muertos...
—Y el próximo muerto serás tú si no te callas —avisó mi mejor amigo.
No habría ninguna diferencia con mi destino:
La torre.
Las personas preferían morir antes que ir, y los caballeros se negaban a ofrecerle compañía al tesoro que guardaba dentro.
La princesa.
Poco se sabe de ella, pero por los retratos de bebé se especula que creció más hermosa que el sol y que sus ojos son más claros que la luna. Sin duda, un desperdicio de mujer, sacrificada por un bien común.
Una persona, a cambio de todo un reino.
La puerta crujió cuando los guardias me lanzaron dentro de la torre y me encerraron. Apenas di un paso dentro, una daga voló directamente hacia mi cabeza.
Me agaché justo a tiempo, y el arma se clavó entre las piedras detrás de mí.
—¡¿Quién demonios eres y qué haces aquí?! —gritó una voz helada desde las sombras.
La princesa Lyria emergió entre las sombras, con otra daga en mano.
Su cabello era más blanco que una oveja bebé y caía en cascadas, pero sus ojos, vendados de una forma tan siniestra, me hicieron reconsiderar mi misión.
¿Qué tanto duele si te cortan la cabeza?
—Princesa, le ruego calma —dije, levantando las manos en señal de paz—. Soy Aldric, enviado por el rey para... acompañarla.
—¿Acompañarme? —respondió, su voz cargada de incredulidad—. ¿Qué clase de broma es esta? Hace mucho que no veo a mi padre.
Sí, se nota que no lo ve.
—Es una broma, ciertamente, pero no mía. No soy tan retorcido como su padre —repuse, dando un paso cauteloso hacia adelante—. ¿Sabe cuál es la tragedia más grande de esta torre?
Lyria me analizó con el entrecejo fruncido, aún sujetando su daga.
—Déjame adivinar: tú.
Sonreí, encantado con su mordacidad.
—¡Exacto! Pero no se preocupe, mi presencia mejora con el tiempo. Como un queso añejo.
—Odio el queso.
Lyria bajó la daga, aunque no del todo. Al menos había avanzado un poco.
—¿Y qué se supone que debo hacer contigo? —preguntó, cruzándose de brazos.
—Le tengo muchas respuestas, pero todas me llevarían a la horca —no pude evitar morderme los labios con las imágenes que pasaban por mi cabeza—. Puede ignorarme, aunque soy terriblemente persistente. O puede disfrutar de mi encantadora compañía.
Lyria chasqueó la lengua, pero al menos ya no parecía lista para matarme. Decidí aprovechar la oportunidad.