En la habitación, el calor del fuego en la chimenea era cálido y reconfortante, como una manta invisible que nos cubría a ambos. Lyria estaba en mis brazos, su piel tan suave como la seda y su cabello desordenado cayendo en cascadas sobre las almohadas.
—¿Sabes, princesa? —murmuré con una sonrisa ladeada mientras deslizaba mis dedos por su cabello despeinado—. Si me hubieran dicho que terminaría la noche así contigo, probablemente habría apostado en contra. Y lo peor es que habría perdido.
Lyria alzó la cabeza y me fulminó con la mirada.
—Esto es una terrible decisión que lamentaré mañana por la mañana.
Solté una carcajada.
—Dices eso ahora, pero no te olvides de que fuiste tú la que se me puso encima.
Ella bufó, pero no apartó su mano. Había algo en su expresión, una ternura que rara vez dejaba entrever.
—Te amo —dije, y la sorpresa que cruzó su rostro me hizo reír.
Su boca se abrió ligeramente, y luego frunció el ceño, como si estuviera intentando decidir si lo había imaginado o no.
—¿Estás jugando? Porque si es así, Aldric, juro que...
No la dejé terminar cuando la volví a besar.
—Es la única verdad que he dicho sin malicia en toda mi miserable vida. Te amo, Lyria.
Ella parpadeó, y luego algo en su expresión se suavizó. Lentamente, una sonrisa, pequeña pero real, se formó en sus labios. Finalmente había dejado de intentar apuñalarme con su lengua viperina. El ambiente se llenó de una calma inusual, pero mi suerte nunca permite que esos momentos duren mucho.
—Eres un idiota. Un idiota monumental. Pero... creo que también te amo.
—¿Es eso una declaración oficial?
Ella me golpeó el brazo, y ambos nos echamos a reír. Pero la calidez del momento se rompió abruptamente: una brisa helada barrió la habitación y las llamas titubearon.
Y entonces, apareció él.
El espectro del hechicero.
Flotaba en la habitación con su forma incorpórea.
—Se ha roto... una promesa —se oyó como un murmullo proveniente de todas partes.
Lyria, que no tenía sus vendas en los ojos, comenzó a girar la cabeza para no mirar, pero rápidamente tiré de las sábanas y la cubrí por completo.
—No se ha roto nada —le espeté, aunque mi voz traicionó un ligero temblor.
—El... trato.
—Ella ha pasado diecinueve años encerrada en esta maldita torre. Ha cumplido con el trato.
—No... la realeza renunciará a lo que más amaba, y me lo entregará hasta la muerte.
—¿Eso es todo lo que necesitas? —grité, lleno de ira y determinación. Entonces, sin pensarlo dos veces, arranqué las sábanas que cubrían a Lyria y las arrojé al fuego.
—¡Aldric! ¿Qué estás haciendo? —gritó ella, horrorizada, mientras las llamas comenzaban a extenderse hacia las cortinas.
Le pasé mi capa rápidamente.
—¡Cúbrete y corre! ¡AHORA!
Ella dudó por un momento, pero el pánico se apoderó de ella y salió corriendo de la habitación. Yo, mientras tanto, arrastré las cortinas en llamas hacia la cama, avivando el fuego hasta que las llamas lamieron el techo.
—¿Qué pretendes? —demandó el espectro, su voz goteando desprecio.
El fuego será lo suficientemente grande como para llamar la atención del rey. Vendrá enseguida.
—Eso no funcionará. La realeza debe entregarme lo que más ama.
Fue entonces cuando los gritos de Lyria se hicieron más intensos. Una sonrisa se formó en mis labios.
—¡ALDRIC! —su voz me atravesó como una flecha, pero me mantuve firme.
—¡Y eso hará! —aseguré al hechicero.
Las llamas comenzaron a consumir el suelo de madera, y parte del piso colapsó en cenizas bajo mis pies.
—¡Tomaré su lugar!
El hechicero se acercó lentamente, su figura etérea ahora más imponente. Su mirada era inquisitiva.
—¿Sacrificarías tu libertad por ella?
—Libertad, mi trasero —dije, rodando los ojos—. Si esto significa que dejarás de aparecer cuando menos te espero, lo tomaré como una mejora. Además... ella merece vivir.
El suelo bajo mis pies cedió, y la cama se hundió en un abismo oscuro creado por las llamas. Me aferré a la ventana, mis manos resbalando por la madera carbonizada. Miré hacia afuera una última vez y vi a Lyria; estaba afuera, sus ojos llenos de terror mientras gritaba:
—¡Salta! ¡Por favor!
La tentación era fuerte, pero sabía que mi sacrificio era lo único que podía asegurar su libertad. Fue entonces cuando noté una luz en la distancia; eran las tropas del rey, acercándose a caballo, con gran velocidad.
—Si ella se aleja de la torre... —dijo con una calma escalofriante—, olvidará todo lo vivido. Incluyéndote.
Mi corazón se detuvo por un momento. Luego, le sostuve la mirada.
—No me importa.
El hechicero hizo una reverencia antes de desvanecerse. Sus últimas palabras resonaron en mi mente:
—Recuerda: hasta la muerte.
El fuego consumió la habitación mientras cerraba los ojos, inmortalizando la imagen de la princesa de Thalvorn, libre al fin.
A pesar del humo y el calor, una sonrisa se dibujó en mi rostro. Quizás no era un héroe, pero al menos, por una vez, había hecho lo correcto.