El silencio del hospital abandonado no era un silencio cualquiera.
Era un silencio que miraba.
—¿Estás grabando? —preguntó Lara, sosteniendo la linterna bajo su mentón para crear sombras dramáticas en su rostro.
—Desde que bajamos del auto. —Nahuel levantó el dron como si fuera un trofeo—. Audio, imagen, sensor térmico. Todo grabado.
—Dios… qué nerd —bufó Emilia, mientras se ajustaba la mochila. Tenía frío. Siempre tenía frío en ese tipo de lugares.
—¿Seguros que no hay cámaras? ¿Guardias? ¿Monjas zombis? —bromeó Benja, que claramente no quería estar ahí.
—Solo locos, cadáveres y leyendas, bro —dijo Tomás desde el frente, con la linterna en mano y una sonrisa fingida—. “El Hospital de los Cinco”. Ya estamos adentro. Esto se va a viralizar.
Entraron por una reja rota al costado del edificio principal. La noche era espesa, como si el aire tuviera peso propio. Todo el hospital estaba cubierto de polvo, musgo y grafitis. Algunos eran bromas adolescentes. Otros… parecían más viejos que el lugar.
NO MIRES ATRÁS
SOFÍA DIJO CINCO
VÍCTOR SIGUE VIVO
—Ok, ¿alguien más siente que esto ya dejó de ser divertido? —dijo Benja, sin reírse.
Siguieron grabando, recorriendo pasillos sin luz, salas de terapia con camillas oxidadas, quirófanos siniestros.
Hasta que llegaron a la habitación sellada con cinta policial vieja.
—Espera… —susurró Emilia—. ¿Eso es… sangre?
En el piso había marcas, como si alguien hubiera sido arrastrado.
Y una palabra, escrita en la pared, con letras torcidas:
UNO
—Esto no puede ser una broma —dijo Lara, tocando la pintura seca con guantes de látex.
—No es pintura —corrigió Nahuel, grabando con zoom—. Es sangre.
Siguieron avanzando.
Y los encontraron.
Cinco cuerpos, casi momificados, aplastados, cortados, cosidos, aún reconocibles en sus formas humanas.
Cada uno marcado con un número: UNO, DOS, TRES, CUATRO, CINCO.
—No puede ser real —dijo Tomás. Pero su voz temblaba.
Emilia se acercó a uno.
Era una chica, o lo había sido.
Su cráneo estaba aplastado.
Y en sus dedos todavía quedaba… una cinta de cumpleaños.
—Sofía… —murmuró.
Entonces, la radio se encendió sola.
Un crujido.
Una respiración.
Y una voz susurrando algo incompleto:
“…testigo… no ha terminado…”
—¡YA ESTÁ! —gritó Benja— ¡NOS VAMOS!
—¡Esperen! —Lara agarró una carpeta que había debajo de un esqueleto—. Esto… esto tiene nombres. Hay registros. Fueron pacientes. O parte de un experimento.
—¿¡Qué!? —Nahuel giró la cámara hacia ella.
—Hay un nombre repetido… miren:
Víctor Ortega. Sobreviviente. No encontrado.
Y después, otra nota escrita a mano:
“Testigo. Marcado. Ciclo no cerrado.”
Salieron del hospital antes del amanecer.
No los atacó nada.
No los poseyó nada.
Pero todos sabían que algo los había dejado salir.
Esa misma noche, en casa de Lara, frente a una laptop, revisaron las grabaciones.
—Miren… ahí, detrás de nosotros, cuando bajamos al sótano…
Pusieron pausa.
Y allí estaba.
Una figura alta, delgada, vestida con ropa médica podrida.
Tenía los brazos colgando como sogas.
Y su cara…
estaba completamente cosida.
—¿Quién carajos es ese? —susurró Benja.
Emilia miró fijo la pantalla.
Sus ojos se llenaron de lágrimas sin razón.
—No es alguien.
Es lo que queda de ellos.
Lara se levantó de golpe.
—Vamos a encontrar la verdad.
No vamos a terminar como ellos.
Pero si hay un “seis”…
Se miraron entre todos.
—Entonces tenemos que romper el ciclo antes de que empiece.