Escena: La Valeta, Malta. Seis meses de paz.
El tiempo en Malta se movía con la pereza salada del Mediterráneo. Para el Dr. Ethan Hayes y la Agente Zara Días, los seis meses transcurridos desde que contuvieron el poder de la Piedra de Shambala en el Himalaya habían sido el regalo de una vida ordinaria. Las mañanas se llenaban con la brisa del mar, las tardes con la docencia de Ethan en la universidad y el trabajo de consultoría civil de Zara. La guerra de las reliquias era ahora un recuerdo lejano, guardado en el bolsillo de Ethan con la pequeña piedra tallada del Dragón Dorado que Tenzing les había regalado.
Su apartamento, con sus paredes de piedra caliza y balcones de hierro forjado, era un santuario. Habían sustituido el rugido de los helicópteros por el rumor tranquilo de las olas.
—Mira esto —dijo Zara una tarde, mientras hojeaba un archivo sobre la seguridad portuaria. Tenía un lápiz detrás de la oreja, sus manos expertas hojeando datos, no empuñando una Glock.
Ethan, absorto en su portátil, apenas levantó la vista. Estaba terminando un artículo para una revista académica, el tipo de trabajo tranquilo que había anhelado.
—¿Algún punto débil en la seguridad de los cruceros? —preguntó Ethan.
—No. Solo la ironía. Después de salvar al mundo tres veces, mi mayor desafío ahora es evitar que los turistas se caigan por la borda —Zara sonrió, pero había una pizca de aburrimiento en sus ojos. Ella era un halcón acostumbrado a las alturas.
Justo entonces, un repartidor tocó a la puerta. Dejó un sobre grande, grueso, sin remitente. Estaba sellado no con cera, sino con una sustancia cerosa de color verde vibrante.
Ethan palideció. Reconoció el color.
—Es el sello de Alistair Finch —murmuró.
Alistair Finch era más que un colega; era el amigo que había introducido a Ethan en el mundo de la arqueología de campo. Un excéntrico, brillante y obsesivo experto en la Leyenda Artúrica. Alistair había dedicado su vida a demostrar que Camelot y el Rey Arturo no eran mitos, sino historia olvidada. Su actual campo de excavación era un sitio en el sur de Inglaterra, cerca de lo que él juraba era la verdadera base del Rey.
Ethan abrió el sobre. Dentro había una fotografía, vieja y descolorida, de él y Alistair sonriendo frente a las ruinas de Glastonbury. En el reverso, una frase manuscrita con la misma tinta verde esmeralda:
"El Cáliz llora en Camelot. Alistair ha visto demasiado."
Debajo, había un fragmento de pergamino, tan antiguo que se deshacía. Las palabras en latín antiguo eran apenas visibles:
"Veritas in Calicem funditur. Silentium non est optio."
(La Verdad se vierte en el Cáliz. El Silencio no es una opción.)
Zara leyó el mensaje por encima del hombro de Ethan. La paz que habían construido se hizo añicos en un instante. Los ojos de halcón regresaron.
—¿El Cáliz? ¿El Cáliz de Merlín? —Zara negó con la cabeza—. Si Alistair está en problemas, significa que no es un mito. ¿Y quién querría el Cáliz?
—Alistair siempre habló de una antigua cofradía que se autoproclamaba heredera de la Mesa Redonda. Creían que Merlín había creado el Cáliz no para beber, sino para revelar la Verdad Absoluta y manipular la percepción de los demás. Una herramienta de control mental más sutil, pero más poderosa que la Piedra de Shambala.
—"Los Custodios del Grial" —terminó Zara, recordando la mención en los archivos antiguos. Su voz era grave—. Nuestra brújula está apuntando de nuevo, Ethan. Pero esta vez, no a la aventura, sino a un rescate.
Ethan tomó la brújula de latón que siempre llevaba. Por primera vez en seis meses, sintió la ineludible llamada de la historia.
—La paz terminó. Es hora de volver a casa, a Inglaterra, y detener esta nueva locura.
Editado: 13.12.2025