El callejón de los sueños rotos

Capítulo X

En lo profundo de una callejón como tantos otros de la vieja Habana, se alzaba un edificio desafiando todas las leyes de la física, sostenido en estática milagrosa, como dirían algunos. Testigo silente del devenir de los años y la indiferencia humana. 

Sus paredes, una vez imponentes, ahora se erguían como un monumento a la decadencia. Las grietas profundas en su maquillaje, revelaban el lamento de su estructura maltratada.

Desde lejos, su fachada parecía un lienzo descolorido, donde los tonos vibrantes de antaño se desvanecían bajo el peso del abandono y el olvido. 

Los balcones de hierro forjado, retorcidos por el paso del tiempo, se aferraban con desesperación a la estructura principal, como manos temblorosas aguantadas al borde de un abismo.

Las ventanas, con sus marcos carcomidos por la humedad, miraban al mundo exterior con ojos empañados por la melancolía y el desamparo.

En su interior, un laberinto de pasillos oscuros y escaleras resquebrajadas conducía a cuarterías donde la vida se debatía entre la precariedad y la incertidumbre. Los techos, filtrando la luz del sol en rayos lánguidos y polvorientos, revelaban el inexorable devenir de los años. 

El eco de pasos vacilantes resonaba en las paredes, como un susurro de voces ancestrales que se negaban a desaparecer en el silencio.

En cada cuarto, un universo de penurias y esperanzas truncadas, se desplegaba ante los ojos del observador.  A pesar del deterioro y el peligro constante de derrumbe, la vida continuaba en aquel edificio como un acto de resistencia ante la adversidad. 

Voces se alzaban en gritos y conversaciones, rompiendo el silencio que  amenazaba con devorarlo todo.

-¡Vecina!, pon el motor.

-Ya voy niña oye que jodedera está gente.

Niños correteaban por los pasillos, sus risas resonaban como campanas en medio del caos y la ruina.

Entre sus habitantes, la solidaridad se erigía como un bastión de esperanza, cada uno sosteniendo al otro en la lucha por la supervivencia.

-¿Mimi tendrás una gotica de sal que me prestes?

-¿Prestada o regalada?

-Bueno hija qué más da, hoy por mí y mañana por ti. 

En medio del abandono y la desolación, aquel solar de La Habana Vieja se convertía en un símbolo de la fuerza indomable del espíritu humano; resistiendo al paso del tiempo y al olvido con la dignidad de aquellos que se aferran a la vida con uñas y dientes, incluso, cuando todo parecía perdido.

Rosa miraba el pintoresco paisaje con ojos de turista, que ven belleza donde otros solo ven cotidianidad. Le impresionaron los azulejos de aquamarina que rodeaban las paredes a la altura de sus ojos y deseó tener una casa forrada de aquellas pinturas coloridas. 

La ropa colgada en el patio interior del solar, le recordó a su abuela Esther y a como jugaba a esconderse entre las sábanas que se secaban al viento del campo. 

Un muro desteñido captó su atención por las grandes letras que habían pintadas en él:

"Pa' lo que sea Fidel, pa' lo que sea"

-Tía ¿Qué dice ahí?

Preguntó la niña a María que estaba buscando la llave dentro del bolso. La tía alzó la vista hacia el muro y entornó los ojos con gesto de obstine.

-Nada Rosa, un insulto a la inteligencia del cubano, vamos anda.

María sacó la llave que le había dado su compañera de trabajo y se dispuso a abrir la puerta del pequeño apartamento del fondo, por llamar de algún modo a aquel pedazo de edificio donde habitaba la anciana. 

Dentro, el aire pesaba con la carga de décadas de abandono. La humedad se aferraba a las paredes como una sombra persistente, impregnando el aire con un aroma a moho que se filtraba en los pulmones y envenenaba el alma.

Una capa de polvo cubría los muebles que, en otro tiempo, debieron de ser hermosos. 

El zumbido constante de las moscas revoloteando sobre montones de ropa sucia y trastos inservibles, añadía una nota discordante a la quietud sepulcral que reinaba en el lugar. 

Retazos de una vida pasada se asomaban tímidamente entre las sombras, evocando imágenes borrosas de días felices y risas compartidas, ahora perdidas en el laberinto del tiempo.

En el corazón de la casa yacía el cuarto de la anciana. La puerta entreabierta apenas dejaba vislumbrar la oscuridad que se cernía más allá. El sonido rítmico de una tos débil se mezclaba con el murmullo de los recuerdos que parecían danzar en el aire viciado.

Dentro del cuarto la escena era desoladora. Una cama destartalada ocupaba la mayor parte del espacio, apenas dejando sitio para moverse. Sábanas manchadas y raídas cubrían el cuerpo encamado de la anciana, cuya piel marchita y plagada de escaras parecía fusionarse con el colchón desgastado. 

El olor rancio de la humedad se entrelazaba con el penetrante aroma a vejez y enfermedad que impregnaba cada rincón de la morada.

La luz mortecina se filtraba por una ventana apenas entreabierta, insuficiente para disipar las sombras que se aferraban a las esquinas del cuarto. El aire viciado se agitaba con el leve movimiento de una cortina que parecía tener más agujeros que tela.

En aquel rincón olvidado por el tiempo, la anciana languidecía en su lecho de dolor, atrapada en un presente sin futuro, mientras el mundo continuaba su marcha ajeno a su sufrimiento.

Sus ojos cansados reflejaban la resignación de quien ha perdido toda esperanza por la vida y que no espera otra cosa que encontrarse cara a cara con la muerte y decirle: bienvenida, ten piedad y libérame de esta existencia y de todas mis ataduras terrenales. 

Las tres mujeres se quedaron en silencio, contemplando la dantesca escena sin saber cómo reaccionar.

Julia fue la primera en articular palabras.

-María esto está peor de lo que yo pensé. ¿Hace cuánto tiempo que nadie pasa por aquí?

-La verdad no sé mi hermana, pero parece que bastante. La sobrina me dijo que a cada rato le daba una vuelta pero no me especificó el rato de qué tamaño era. 




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