Déjame que te narre el cuento del camello feo. Porque así se veía vivía sus días triste y cabizbajo. Miraba su reflejo en la superficie del agua del oasis e impotente le propinaba coces como una mula para que los pequeños círculos concéntricos distorsionaran su imagen cargada de fealdad.
No se gustaba contrahecho. Su desgracia era culpa de la evolución porque no tuviera a bien encauzar a los de su especie por el camino de la guapura. Y cuando el agua no se revolvía por las coces ¿qué veía? Dos jorobas a modo de guasa y restos de la última muda de lana colgándole por aquí y allá; desgastados dientes de rumiante, patas larguiruchas y finas como alambres. Sin paños calientes, se veía un adefesio completo.
A lo largo de su vida de cuadrúpedo habíase cruzado con otras especies que como él agonizaban en su pena ya que al igual que él se veían bien feotes. Eran casos como el perezoso, el topo, el mono narigudo, el pez borrón, los tarsios (primates) y un sinfín de compendios animalescos nada agraciados por la madre naturaleza.
—¡Qué feo soy! —Se lamentaba don camello, apenado mientras ahuyentaba con su pequeña y también fea cola unas tercas moscas que no cejaban en el empeño de querer picarle.
El desdichado rumiante no tenía ganas de nada. Soñaba con ser un elegante cisne de bella estampa o un orgulloso pavo real pavoneándose con su cola desplegada. Cada vez que veía a papá y mamá, ancianos ya, lo entendía todo. Siendo sus progenitores feos como eran ¿cómo iba a salir él hermoso? Mascullaba noche y día y día y noche a tenor de lo desafortunado de su deslucida condición.
Mis estimados niños y niñas sucedió entonces algo digno de mención. Un hecho que cambiaría para siempre el concepto que de sí mismo tenía nuestro amigo camello. Veréis os cuento para que aprendáis esta importante lección.
Don camello creyó escuchar voces angustiadas a lo lejos. Desde la distancia alguien parecía pedir ayuda. Hacia allá encaminó sus larguiruchas patas, marchando decidido para poco después comprobar que efectivamente no se había equivocado en su suposición.
Un gran cisne y un espectacular pavo real estaban en serios apuros, ambos tumbados sobre las ardientes arenas del desierto. A esas horas la temperatura tornaba insoportable, casi incompatible con la vida. Reuniendo el último aliento los dos lo llamaron a gritos. Aquella figura de camello divisada en el horizonte pasaba por ser su última oportunidad…
Cuando los alcanzó les ofreció agua y sombra. Estaban deshidratados y al borde de la muerte. Nuestro amigable camello se ofreció a llevarlos sobre sus jorobas hasta que se fuesen recuperando del duro trance.
Ya algo mejorados dieron gracias de corazón al disforme camello y a su bienaventurada aparición pues los había salvado de una muerte segura a manos del inhóspito desierto.
—Gracias camarada camello —dijo algo confuso y aún agotado el bello cisne, blanco como nube primaveral—. De no ser por ti ahora estaríamos conociendo a Dios en persona.
—¡Así es! —Corroboró el hermoso pavo real que ni fuerzas conservaba para extender su magnífica cola.
El contrahecho cuadrúpedo caminó hasta la zona del desierto más benigna, el oasis que tan bien conocía. Allí los dejó para que terminasen de recuperarse. Agitando su pezuña de camello poco agraciado les dijo en lenguaje de gestos: «hasta la vista amigos».
Por primera vez en su existir se sintió orgulloso de ser lo que era. Gracias a tan notorio acto de salvación pasó de verse repelente a saborear las mieles de la belleza real y sobre todo práctica.
Nunca es tarde si la dicha es buena. Al fin adquirió, en general, verdadero conocimiento sobre los de su especie; sobre sí mismo en particular y sobre su portentosa condición física.
Sus dos compañeros de viaje, lindos, bellos y envidiables, habrían muerto irremediablemente al no poseer tan excepcionales capacidades de supervivencia.
Así es mis queridos niños y niñas, un cisne elegante y un pavo real hermoso, lindos a rabiar. En el otro lado de la báscula él, feo y desgarbado pero con capacidades innatas para resistir en aquel infierno cuya temperatura diurna ronda los cincuenta grados. Es más, incluso podía estar diez días sin beber ¡qué portento de criatura!
Al clima del desierto le importaba un comino la guapura del cisne o la del pavo real, ni siquiera la fealdad del camello. Allí la evolución había hecho su trabajo y en esto de sobrevivir en ese páramo mortal él era el más hermoso del planeta.
—¡Buena lección de vida!—. Meditaba el cuadrúpedo mientras se dirigía con el resto de la manada hacia el interior del desierto. Allá lo esperaban sus ancianos padres. Ahora sí, ahora estaba orgulloso de ser lo que era y no de su aspecto físico.
Recordar que toda persona posee en su interior una pizca de magia que la hace especial, siendo el exterior un mero contenedor. Si nos quedamos solamente con esto último perderemos esa citada magia.