Phoenix
Me encontraba sentada en el sofá de la sala, con los brazos cruzados y la mirada perdida en un punto cualquiera. Mis pensamientos se amontonaban uno sobre otro, creando un ruido constante en mi cabeza. No fue hasta que escuché el sonido de la puerta principal abriéndose que regresé al presente.
Dirigí la mirada hacia la entrada y ahí estaba ella: vestida con un sencillo vestido floral de mangas largas, su melena castaña enmarcando unos ojos verdes que reflejaban una inocencia engañosa.
—¿Qué son estas horas de llegar, Maya? —pregunté con el ceño fruncido.
Maya, mi hermana menor, tenía doce años. Pasábamos la mayor parte del tiempo juntas, ya que nuestra madre trabajaba de ciudad en ciudad y nuestro padre, piloto de la fuerza aérea, estaba casi siempre ausente. Por eso yo solía hacerme cargo de ella.
—El bus se descompuso, así que tuve que caminar hasta aquí —respondió, como si nada.
Solté una risa seca.
—¿Se descompuso el bus? Sí, claro, y yo nací ayer.
No soy tonta, sabía muy bien que Maya no venía sola. Sus "amigos", esos chicos que nunca me inspiraron confianza, seguro estaban detrás de esto.
—Mira, Phoenix, no eres mi madre, así que deja de reclamarme.
—No te estoy reclamando nada —bufé con fastidio.
Maya rodó los ojos y subió corriendo las escaleras, en dirección a su habitación. Me levanté del sofá de inmediato y la seguí.
—Últimamente estás muy rebelde, Maya —le dije, más enfadada que preocupada.
Cuando estuve a punto de alcanzarla, cerró la puerta de su cuarto en mi cara.
—¡Abre la puerta! —exigí mientras forcejeaba con la manija —.Maya, abre la puer…
—¡LÁRGATE, PHOENIX! —gritó desde el otro lado.
Era la primera vez que me gritaba así. Siempre discutíamos, sí, pero jamás había levantado la voz de esa manera. Sentí un nudo en el estómago y di media vuelta.
Bajé a la sala y saqué mi teléfono para llamar a mi padre. Contestó al primer tono, pero su tono era cortante.
—¿Pasó algo?
—Es Maya. Anda muy rebelde últimamente. Hoy llegó tarde y estaba con esos amigos suyos de mala espina. Tú sabes que nunca me gustaron…
—Mira, Phoenix, soluciona tú sola. Estoy ocupado.
—Pero, papá…
Me colgó antes de que pudiera decir algo más. Dejé escapar un largo suspiro. Intenté llamar a mi madre, pero su teléfono estaba apagado.
—Joder… —murmure frustrada.
No sabía qué hacer. Me sentía abrumada, así que decidí salir a despejarme. Subí a mi habitación, agarré mi gorro y salí de casa.
El aire fresco me recibió al cruzar la puerta. Metí las manos en los bolsillos de mi sudadera negra y comencé a caminar en dirección al lago. Necesitaba estar sola, lejos de todo. Tomé un atajo y me adentré en el bosque.
El silencio del lugar era casi hipnótico. No había autos, ni voces humanas, solo el sonido del viento moviendo las hojas y los pájaros cantando. El bosque de Erede era conocido por su tranquilidad y belleza: frondosos árboles rodeaban un lago cristalino, y el clima siempre era agradable.
Estaba cerca del lago cuando unas voces masculinas me detuvieron en seco. Me escondí detrás de un árbol, curiosa y asustada a la vez. Frente a mí había seis hombres armados y, en medio de ellos, una enorme caja asegurada con cadenas.
¿Quiénes eran? ¿Qué había en esa caja?
—¿Crees que se den cuenta? —preguntó uno de ellos, con tono nervioso.
—¿Eres idiota? Claro que no. Nadie en este pueblo tiene las agallas para entrar al bosque.
Mis sospechas se confirmaron: no eran buenas personas.
—Ábrelo —ordenó otro.
Con cuidado, quitaron el candado y las cadenas. Lo que salió de la caja me dejó helada: un hombre sucio, asustado y con las manos temblorosas. ¿Por qué lo tenían ahí?
Un hombre mayor, vestido con una gabardina negra y un cigarro en la boca, se acercó lentamente. Su presencia era intimidante.
—Traigan el virus —ordenó con voz firme.
Uno de los hombres le entregó un maletín, que al abrir reveló un pequeño frasco y una jeringa.
—¿Qué… qué me van a hacer? —balbuceó el hombre en la caja, aterrorizado.
Nadie respondió. Dos hombres lo sujetaron mientras el de la gabardina cargaba la jeringa y se la inyectaba en el cuello. El hombre soltó un grito desgarrador que me heló la sangre.
—¿Está muerto? —preguntó uno de los hombres, visiblemente nervioso.
—No, el virus está haciendo efecto —respondió el de la gabardina, con una sonrisa de autosuficiencia.
Retrocedí un par de pasos, mi corazón latiendo con fuerza. ¿Virus? ¿Qué clase de experimento macabro estaban haciendo? Cuando el hombre indefenso abrió los ojos, ya no eran negros. Ahora brillaban con un azul intenso y amenazante.
El de la gabardina le dio una nueva orden a sus hombres, y lo que sucedió después me dejó petrificada.
—Denle un cuchillo —ordenó el hombre de la gabardina negra
—Pero jefe.
—Ya oyeron, denle un cuchillo —volvió a decir em hombre de la gabardina.
Lo obedecieron y le colocaron el cuchillo frente al hombre de ojos azules. Estaba de cuclillas y frente a él estaba el cuchillo, no dejaba de mirar al hombre de la gabardina. En sus ojos se notaba el odio.
—Tú —dijo el de la gabardina señalando a uno de sus guardaespaldas —.Quítate tus armas y pelea contra él.
El chico lo dudo unos segundos y al ver que ya no tenía más remedio, obedeció. Se acerco a él y el hombre de ojos azules fijo su mirada en el chico.
¿Pero qué clase se virus era ésto?
Hace minutos atrás era un hombre indefenso y asustado, y ahora era todo lo contrario, se convirtió en uno que atemorizaba. El chico trago grueso y cuando estuvo a centímetros de él, aquel hombre cogio el cuchillo y se abalanzó sobre él. Ambos comenzaron a pelear.
Los guardaespaldas lo apuntaron por si el hombre de ojos azules tramaba algo.
—Señor, el hombre ha ganado fuerza y ha perdido la completa comunicación, por ende no podrá hablar ni entender las palabras.