El Capitán

I

“Y ahora que las vidas han sido consumidas”. Despertó de nuevo el capitán Dare del navío “Lábaro”, repitiéndose por varios segundos esa misma frase que llevaba soñando unos días atrás. Se levantó de su cama dispuesto a salir a cubierta, aún siendo de noche, despertando a su tripulación para que tuvieran el barco dispuesto a entablar cualquier combate en cuanto avistaran alguna nave sospechosa.

Caminaba sintiendo la marea bajo sus pies mientras veía trabajar a sus hombres y miraba al horizonte, viendo una pequeña isla a lo lejos, su última parada para aprovisionar el barco antes de regresar a casa, un lugar donde podrían descansar. Pero su buque estaba cargado de riquezas que debía llevar rápidamente a la capital, aun así, sus hombres hacía demasiadas lunas que no probaban el calor de una mujer ni una comida en condiciones, ni aquel alcohol que los hacía tan bravos. Todos esperaban sus órdenes para poder desembarcar en aquel puerto.

– Señor –se acercó su fiel contramaestre Fried–. A los muchachos les vendría bien un descanso.

Iban bien de tiempo, y eso lo sabía con certeza. Con una mueca de incertidumbre se decidió a dar su permiso para estacionar allí el navío durante unas horas. Los hombres celebraban su decisión, deseando poder sentir la tierra bajo sus pies.

Todos abordaron el único bar de aquella pequeña isla como si de un gran tesoro se tratase. Dejó una buena guardia que rotaban para que todos pudieran disfrutar, mientras él se sentaba con sus oficiales a ambos lados de la mesa, mirando el jolgorio y disfrute de sus marineros.

La noche pasó y Dare no durmió nada. Ahora debían volver al barco, cargar todas las provisiones y tomar rumbo a la capital cuanto antes. Aún les quedaban varias semanas que pasar en aquellas aguas interminables antes de tomar tierra de nuevo.

Pasó una semana, ya lejos de cualquier isla, y sabía que le quedaría otras siete lunas para poder divisar su casa en el horizonte.

Aquella noche se introdujo en su camarote pensando en que las provisiones se estaban agotando demasiado pronto y que tendría que empezar a racionar a sus hombres, algo que probablemente no llevasen bien. Volvió a escuchar aquella frase como si estuviera en el antesala antes de despertar, viendo ya a través de sus ojos el techo de madera de su camarote, sintiendo el meneo del barco y escuchándolo crujir, pero no podía moverse, solo escucharlo: “Y ahora que las vidas han sido consumidas...” parecía querer continuar. Al fin pudo despertar del todo, escuchando bullicio en el exterior.

– ¡Qué pasa aquí! –gritó nada más salir camarote.

El cuerpo sin vida de Fried estaba justo en la puerta del capitán, penetrando su sangre entre las estrechas aberturas de las tablas que cubrían la cubierta.

Las balas volaban de un sitio a otro, los sables se encontraban dejando tras ellos un haz de luz y los gritos ensordecían la noche.

– Un motín, capitán –corrió un marinero hasta él.

Dare sorprendido por lo que escuchaba, intentó echar mano al sable de su cintura, pero no estaba allí, recordó que lo dejó al lado de su cama justo antes de acostarse. En un burdo intento de correr hacia el interior lo alcanzó una de esas balas redondas de mosquete propulsada por la pólvora y la llave que lo prendía, impactando en el hombro y derrumbándolo justo en la entrada, cerca del cuerpo de su compañero.

Los marineros amotinados tomaron el “Lábaro” y cogieron por los brazos y piernas a su capitán, lanzándolo al océano congelado, sabiendo que aún vivía, junto a otros hombres que se habían rendido y los cadáveres de los vencidos.

Su cuerpo se hundía, repitiendo en su cabeza una y otra vez aquella frase mientras veía el cuerpo de su contramaestre sumirse en la oscuridad de las profundidades, pues aún era demasiado pronto para que flotara.

– ¿Cuánto odio tienes en ti? –una voz apareció.

– Debo volver con mi familia...

Despertó en un barco sin saber muy bien cómo había llegado allí, con la herida atendida por alguno de aquellos hombres. Parecían ser pescadores, pero le resultaba extraño que se hubieran alejado tanto del puerto como para encontrar su cuerpo en medio del océano.

Dare salió por su propio pie del barco al llegar a puerto. Con el uniforme hecho jirones, fue al cuartel a informar de lo sucedido a sus superiores, y estos lo llevaron ante su gobernante.

– Entonces –comenzó a hablar el gobernante–, has perdido todo el oro, el navío, y a todos esos valerosos hombres...

– Se amotinó la gran mayoría.

– Eso solo ocurre cuando los mandos no saben hacer que se les respete.

El gobernante se levantó de su suntuoso asiento y se sirvió una copa bastante apurada de ron.

– Te tendré que retirar todos tus títulos. Ya no podrás servir al ejército de nuestra patria.

– Pero... –intentó decir algo, pero la decisión parecía ya tomada.

– Vuelve con tu familia –continuó el señor–. Nosotros nos haremos cargo del papeleo.

Los soldados lo aprehendieron y lo expulsaron de la mansión del gobernante, sin dejar tiempo a excusarse.

Se sentía abandonado, sucio, fracasado. No podía volver así con su familia. Ya no podrían vivir tan bien como antes.

Viajó de bar en bar, gastando las últimas monedas que tenía en sus bolsillos. Anduvo por la calle sintiendo los adoquines clavarse a través de su bota raída. Llegó a ver su casa a lo lejos, pero no podía volver. Las lágrimas inundaban su rostro y solo podía pensar en aquella fatídica noche. Cayó al suelo sin poder mantenerse sobre sus piernas, tirando la botella que sostenía en la mano derecha al suelo, partiéndose con el impacto en mil pedazos, derramando el contenido por la calle. Angustiado, se arrastró hacia una pared cercana y se quedó dormido poco a poco mientras escuchaba la gente pasar a su alrededor y los cascos de los caballos pasar por los adoquines.

– ¿Cuánto odio tienes en ti? –volvió a aparecer aquella voz que le resultaba familiar.



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En el texto hay: fantasia, terror, violencia

Editado: 09.03.2025

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