Dos brillantes puntos grises asomando entre las llamas, así la describiría. Sus ojos, de un hermoso color cenizo, emergían entre los rojizos bucles fuego de sus cabellos, todo resplandeciendo con su sonrisa. Como muchos niños a esa dulce edad, Bianca era feliz. Creció bajo la protección de su madre y su hermana. El mundo aún era un paraíso para ella y se abría lleno de misterios para ofrecerle. Comenzaba a tener nuevas responsabilidades y se sintió como toda una adulta cuando pudo ir sola por primera vez al mercado. No iba por algo más que el pan, pero, a su parecer, eso era maravilloso.
Comenzaba a ser grande, aunque todavía jugaba con muñecas y continuaba buscando la seguridad de su madre. Adoraba pasear con ella, siempre sujeta de su mano. Recorrían el mercado casi a diario y Bianca miraba las tiendas con emoción. Las usaba para memorizar el camino, deseando que su madre le confiara más encargos. Quería demostrar que podía hacer cosas de grandes, así como su hermana Viviana, pero por impulsiva e imprudente, en ocasiones se perdía, aunque no se desanimaba.
Sabía que, tarde o temprano, crecería y podría ir y venir por su cuenta, conocer los callejones oscuros sin miedo y recorrer hasta el último rincón de ese pueblo que ella pensaba era el mundo entero. Como su madre no quería mandarla a la escuela, Bianca no sabía que ese pueblo no era más que un minúsculo punto en medio de ninguna parte, pero su hermana se lo contó mientras preparaba los bolsos para viajar a una ciudad lejana. Ella parloteaba sobre pueblos, ciudades, reinos, y Bianca intentaba comprender que el mundo no se limitaba a los muros de esa ciudad.
Con el corazón agitado, guardó felizmente las cosas más importantes para ella. No podía conocer el mundo sin su muñeca favorita o su cobija de flores y de ninguna manera olvidaría su vestido a rombos rojos y negros. Tenía su maleta lista cuando su madre dijo que debían irse. Era una niña feliz y al estar demasiado feliz, a veces no te das cuenta de las cosas.
Bianca no fue capaz de notar la manera en la que su madre la miraba. Se aferró a ella como cada día cuando iban al mercado. Caminaba de su mano e igual que siempre, se emocionaba con las cosas nuevas que descubría, pero esa mañana su madre no tenía tiempo para ella, aunque a Bianca no le importaba, era de lo más natural que la ignorara y jamás había dinero para comprarle cosas. Sus ojos se iluminaron con alegría al notar que doblaban en una calle distinta. Estaban recorriendo otra parte del mercado; nunca habían llegado tan lejos. Fue un camino desconocido, pero emocionante; hasta que su madre les pidió esperar.
—Yo quiero ir contigo —jadeó asustada y se aferró con fuerza a su mano—. Por favor, mami.
—Basta, Bianca —reprendió con firmeza—. Quédate aquí.
—Sí, mami —musitó avergonzada.
No quería quedarse sola. Si el mundo era tan grande como su hermana decía, podía perderse y no volver a ver a su familia. La última vez que estuvo perdida casi anochece antes de que la encontraran, no quería que volviera a pasar, aunque a su madre no le preocupaban sus angustias infantiles.
No estaba segura de que le daba más miedo, si perderse en ese vasto mundo o lidiar con su madre enfadada, pero fue agradable sentir el abrazo cariñoso de Vivi. Se preguntó por qué estaría preocupada su mamá. Los adultos eran extraños a su parecer. ¿Acaso no era bueno ser grande? Poder ir y venir sin miedo, comprar cosas, usar lindos atuendos y caminar sin que te empujaran por ser pequeño. No tener que esperar en silencio y conocer el mundo.
Pensó en pedir a Vivi su muñeca para conversar, al fin y al cabo, era la única que realmente la escuchaba, sin embargo, justo entonces su madre volvió y le dijo algo a su hermana. Vio a Vivi tomar los bolsos y supuso que después sería su turno de entrar.
—Te tengo un regalo, Bianca —miró a su madre con rapidez—. Es solo para ti, mi mágico tesoro. —Ella se arrodilló con una sonrisa dulce, mientras se quitaba un hermoso brazalete de esmeraldas.
—¿Es para mí? —Bianca sonreía emocionada sacudiendo su mano. Aquel era un regalo único. Quizá su madre estaba triste por haberla regañado, supuso mirando brillar las piedras.
—Sí, pero solamente podrás conservarlo, si te comportas y te quedas a esperarnos —explicó poniéndose de pie—. ¿Está bien?
—Sí, mami. —Bianca realmente no puso atención a sus palabras. Oyó la condición, pero una cosa es oír y otra muy distinta poner atención.
Sintió la mano de su madre revolverle el cabello como siempre, pero no se percató de su sonrisa triste, ni la escuchó respirar profundamente; ni siquiera se dio cuenta de que nuevamente entró a la tan curiosa casa. Bianca solo tenía ojos para su nuevo regalo. ¿Qué pequeña no los tendría? Era un brazalete para niñas grandes. Sabía que su madre tenía un par de pendientes a juego, que de seguro le regalaría si era buena, y si se convertía en la mejor de las hijas, quizás le entregaría el relicario con una esmeralda en forma de corazón que siempre llevaba al cuello.
Tenía tantas ganas de mostrárselo a Vivi y que la felicitara por ser grande. Contarle a su amiga de tela y enseñarles a las otras niñas al volver a casa. De seguro iba a verse hermoso con su vestido a rombos negros y rojos. Pensaba tantas cosas mientras lo miraba, en todas menos en el tiempo. Para los niños no existe el tiempo, hasta que se dan cuenta de que el sol quema cuando las sombras se van y de que el hambre duele en el estómago cuando es pasada la hora de comer. A pesar de tener un brazalete de grande, Bianca no dejaba de ser una niña. La misma que buscaba a su madre cuando esas cosas pasaban, pero ahora debía esperar.
Editado: 02.11.2024