Que aterrador es que tu vida cambie de golpe siendo pequeño, que te toque entender todo por tu cuenta y que cuando crees haberte acostumbrado, el mundo se sacuda una vez más. Como en una tormenta, terminas arrastrado a un lugar en medio de ninguna parte y que no quiere ser encontrado.
Una coincidencia es el único modo de dar con un pueblo así, de otra manera sería imposible notar el camino difuso en medio del oscuro y lúgubre bosque. Incluso los caballos volvían la cabeza queriendo regresar, pero al igual que Bianca, no tenían alternativa. Un arco de piedra enmarcaba la entrada. Sobre él se leía el nombre Berier y una inscripción demasiado desgastada para comprenderla. Otra señal de su desidia.
Al mismo tiempo, poseía un curioso, aunque perturbador encanto. Un primer vistazo mostraba calles cubiertas de piedras blancas, tejados negros en casas de madera clara y coloridos cántaros decorando las ventanas. Un paraje hermoso, que parecía sacado de algún libro de historias, o tal vez estar atrapado entre las páginas de uno. Las calles eran bastante semejantes entre sí, aunque eso no era de extrañarse en un pueblo pequeño. El bullicio no llegaba a ser molesto y entre las recién llegadas los papeles parecían invertidos.
—Que pueblecillo tan hermoso —dijo Rebeca con los ojos brillando de emoción—. De cierta manera es espléndido que se conserve tan agradable. Se ve que es un lugar tranquilo. Justo lo que una persona de mi edad necesita.
Ante la falta de respuesta, Rebeca se volvió hacia Bianca, quien con la piel erizada temblaba de la cabeza a los pies.
—Pequeña, ¿estás bien? —interrogó colocando la mano en su hombro.
—Este lugar me da miedo —dijo apretando sus manos con fuerza—. Como si hubiese algo malo.
—Pero apenas acabamos de llegar —indicó sorprendida—. Aunque, es normal tener miedo si nunca has estado aquí.
A pesar de las palabras de Rebeca, a Bianca la ciudad le parecía familiar, tenía la sensación de haber estado antes allí, como en un lejano y desagradable recuerdo que se mantuvo oculto entre las sombras de su mente.
—Quiero volver —suspiró nerviosa, mirando a su alrededor.
—Bianca, estás pálida —exclamó Rebeca colocándole la mano en la frente—. Quizás debamos buscar un médico.
—No —dijo a toda prisa con un nudo en el estómago—. No hace falta.
—¿Estás segura? —insistió preocupada—. Entonces puede que solo necesites comer algo, concluyó paciente. Un buen almuerzo que nos levante el ánimo y te despeje de esos pensamientos intranquilos.
—¿Pensamientos intranquilos? —interrogó curiosa.
—Son comunes cuando llegas a un lugar nuevo —dijo paciente—. Miedo a que te pueda pasar algo malo. A que alguien se robe tus cosas, a perderte. A que las personas te traten mal. Cosas así. Al final todo eso pasa, no te preocupes.
—Está bien.
Sin duda los miedos que Rebeca le mencionaba tenían sentido, sin embargo, algo en su ser parecía empeñado en advertirle del peligro, pero sin poder explicar a qué le tenía tanto miedo, Bianca prestó oídos a las palabras de la mujer, respiró profundamente e ignoró sus temores, a fin de cuentas, nunca estuvo allí. Rebeca tiene razón, pensó jugueteando con su brazalete. ¿Qué motivo podía existir para su temor salvo el sentirse una recién llegada? De seguro solo era el miedo de perderse en una nueva ciudad. El mismo que sintió el día que su madre se fue. No podía dejarse intimidar por eso, ya no era una niña. Además, el pueblo era bonito a simple vista y no estaba sola. Eligieron una posada y después de acomodar sus cosas, bajaron a cenar.
El comedor estaba lleno, lo que contrastaba con el hecho de que ellos eran los únicos visitantes, según mencionó el encargado, quien además los miró como a las curiosidades de un mercado. Bianca se sintió aún más incómoda por las pesquisas del hombre, quien parecía decidido a descubrir sus vidas en un par de minutos. Por fortuna no los siguió al comedor, pero las miradas estaban sobre ellos. Todo parecía decidido a empeorar los nervios de Bianca, quien giraba el brazalete en su muñeca, mientras miraba a su alrededor.
Parecía que nadie en ese pueblo tenía modales, pues además de las miradas, el comedor se llenó de murmuraciones y no hacía falta ser un genio para saber cuál era el tema de conversación. Rebeca estaba emocionada con la atención y charlando con una mesera curiosa, descubrieron que muchos de los comensales eran residentes locales que no querían cocinar en sus casas por temor a los incendios. Eso les pareció extraño, pero Rebeca simplemente se burló diciendo que quería saber el secreto de la cocinera.
Bianca echaba un vistazo a las personas. Un grupo de mujeres les daban miradas rápidas y mal disimuladas mientras murmuraban. Dos niñas se perseguían por entre las mesas y en la barra, los menos curiosos disfrutaban sus cenas. El cochero esperaba ansioso, respondiendo junto a Rebeca las preguntas de la mesera. La cena ya estaba frente a ella, pero Bianca continuaba en lo suyo. Tenía la incómoda sensación de que la observaban y no se trataba de los curiosos. Sentía una mirada distinta y penetrante clavada en ella.
Contemplaba las mesas atenta y sonreía de vuelta a pesar de la incomodidad. Desde su lugar, sus ojos iban de un lado al otro del comedor, apenas moviendo la cabeza y lo examinó hasta que Rebeca le señaló que la comida se le enfriaba. Ella la había visto, pero no se puede comer cuando sientes cómo se te eriza la piel a causa del miedo. Incluso el platillo más exquisito pierde el sabor por completo, aunque en ese momento era una ventaja no tener que saborear. Quería largarse, pero la mesera continuaba haciendo preguntas.
Editado: 19.11.2024