Despertar en la misma cama, puede ser señal de que saliste de un sueño o de que, lo que pensaste era una pesadilla, es de hecho tu realidad y que repetirás la incomodidad del día anterior por mucho tiempo. Aunque menos duro que cuando era niña, un cambio no deja de serlo, incluso si algunas cosas continúan haciéndose de la misma manera. Acompañar a Rebeca a buscar era algo que, sin importar el para qué, continuaba igual, aunque en un pueblo nuevo, reclutar servidumbre era bastante distinto, sobre todo porque, a pesar de la buena paga, pocos estaban dispuestos a trabajar.
Caminando por las concurridas calles, Bianca miraba los aparadores escuchando a Rebeca refunfuñar por la falta de disposición de los locales. Un títere viejo y desgastado, que sentado en el piso parecía dormir contra la pared, la distrajo de las quejas. Era similar a la muñeca que vio en la mansión y al no estar allí, Graciel no podía impedirle tocarlo, pero se aseguró de que no la miraba. Buscó la guía para levantarlo y como no tenía una, iba a recogerlo, sin embargo, alguien le tomó la mano y la jaló dentro del callejón.
Miró aprisa y se encontró con un rostro lleno de grietas, pero antes de que pudiese gritar, el extraño colocó el dedo índice frente a su boca. El pánico la obligó a obedecer o tal vez la paralizó, ya era difícil notar la diferencia. Nervioso, observó los alrededores antes de susurrar y Bianca miró que sus labios no se movían; en su lugar, la mandíbula subía y bajaba, revelando una cavidad oscura por la que salía la voz. Aquel hombre era de madera. Aterrada, recuperó el control de su cuerpo y trató de retroceder, pero él le tomó el brazo acercándola una vez más.
—Tienes que esconderte —dijo mirando a todos lados—. El señor de las marionetas te atrapará y te convertirá en una de ellas.
—¿Quién?
—Debes dejar este pueblo. Una vez que seas de madera no podrás irte jamás —dijo consternado—. Eres tan hermosa como mi esposa. —Acarició la mejilla de Bianca con el reverso de la mano—. Ya no puedo sentir, cuando eres de madera no sientes nada.
—¿Dónde está su esposa? —tartamudeó.
—El señor de las marionetas hizo esto —recriminó disgustado—. Quiere algo que no puede tener y no se detendrá. Ha mejorado mucho. Sus marionetas nuevas engañarían a cualquiera. Ya no son como yo.
—No entiendo.
—Sus favoritas son perfectas. Huye. Debes irte o él te atrapará. Tú no perteneces aquí, por eso te intrigan las muñecas.
Cuando la curiosidad venció al miedo por un momento, Bianca se animó a preguntar algo más, pero distraída por la voz de Rebeca, se volvió hacia la calle principal. El sonido de los trozos de madera, al sacudirse, la obligó a mirar nuevamente el callejón y el pánico recobró el control de su cuerpo. Debía estar soñando, quizás se había desmayado del susto, pues una pesadilla era la única explicación para lo que ocurría. El extraño con quien conversaba, no era más que el torso de un hombre, que usando sus brazos se arrastraba a las sombras.
Soltó un grito al sentir que sujetaban su hombro y luchó para alejarse hasta que Rebeca consiguió calmarla. Estaba avergonzada, pues golpeó a Graciel en medio del pánico y al saber que lo sucedido no fue una pesadilla, comenzó a temblar.
Intentó contarlo todo tan deprisa que sus palabras se volvieron caóticas y se estremeció al descubrir que el títere no estaba, ¿acaso se fue caminando por su cuenta? Imaginarlo la llenó de miedo, no se suponía que un muñeco hiciera eso o que un hombre de madera estuviese vivo. Rebeca la tranquilizó y la ayudó a levantarse.
Se sentaron en la plaza y aunque recuperó el aliento, Bianca permaneció callada. Como cualquiera en su situación, meditaba si valdría la pena contar lo sucedido, pues ¿quién iba a creer que los pedazos de un hombre de madera le hablaron en un callejón? Ante su silencio, Rebeca insistió en pedirle una explicación y después de tomar un respiro, lo contó todo. No le importaba si se escuchaba como una loca, pero la falta de sorpresa de Graciel le resultó desconcertante.
—¿Acaso sabes algo? —interrogó Rebeca mirándolo curiosa.
—Pues, existió un viejo teatro de marionetas en una de estas calles —respondió sin alterarse—. Fue abandonado hace mucho tiempo. Las veredas a sus alrededores tenían rieles y cables, para controlar los muñecos que anunciaban las obras. Dejaron de hacerle mantenimiento cuando el primer señor Lonieski murió.
—¿Alguna obra hablaba de un señor de las marionetas? —interrogó Bianca nerviosa.
—La verdad no lo sé. Eso fue hace casi ciento cincuenta años. Yo nunca pude ver el teatro funcionando.
—Quizás fue eso lo que te espantó —concluyó Rebeca con alivio—. Será mejor seguir. ¿Te sientes bien?
—No, pero no quiero estar aquí.
De nuevo caminaba como autómata. Mientras su cuerpo seguía a Graciel y Rebeca, su mente se debatía entre entender lo sucedido o fingir que nunca pasó. Descubrió que llegaron a su destino al darse de bruces contra la espalda del mayordomo, quien la miró con una tranquilizadora sonrisa. De seguro él tenía razón, una marioneta olvidada repitió las líneas de alguna obra y ella creyó que era una conversación. Sin embargo, no podía quitarse la incómoda sensación de que existía algo más; de que no podía ser solo eso.
Ignoró sus pensamientos poniendo atención a las casas frente a ella, ambas del mismo color y separadas por un pequeño callejón en el que las piedras estaban oscurecidas. Graciel tocó y retrocedió de un salto cuando la puerta se abrió con violencia. Una mujer los observó como quien mira a un cobrador recurrente, pero sonrió con interés al fijarse en el mayordomo, aunque él se hizo a un lado con rapidez, cediéndole la palabra a Rebeca y dibujando una mueca de fastidio en la dueña de la casa. Inesperadamente, su sonrisa regresó después de escuchar unas pocas palabras.
Editado: 19.11.2024