La caminata, escuchando los pájaros y el viento, resultaba tranquilizante. Recordaba que en la carroza llegar tomaba unos minutos, así que la mansión no podía estar lejos, de seguro la vería antes de que se ocultara el sol. El tiempo pasaba y aunque se distrajo mirando los alrededores, se percató de que oscurecía y de que sin importar cuanto caminara la residencia no aparecía. Se preocupó al pensar en las advertencias y recordar que las marionetas eran de madera, la llevó a preguntar si podrían salir de los árboles. Soltó una risita, respondiéndose que se dejaba invadir por los nervios.
Continuó caminando decidida a llegar a la mansión, incluso si tenía que seguir toda la noche. Estaba convencida de haberse mantenido en el camino principal hasta que se dio de bruces contra un árbol y cayó sentada. Se levantó para retroceder y acabó recostada de un segundo tronco; al alejarse se golpeó contra uno distinto y bastó darse con otro para confirmar que ya no estaba en el camino. Agobiada, se sentó, recostó las rodillas contra su pecho, bajó la cabeza y lloró, pensando que no podría rescatar a Rebeca. Quizá no podría salvarse ni a sí misma.
Suponiendo que lograría ubicarse con ayuda de la luna, subió la mirada para encontrarla y le sorprendió descubrir una manzana a sus pies. La guardó al levantarse e intentó ver el cielo, por desgracia, los árboles tan tupidos se lo dificultaban. Respiró profundo y al retroceder, tropezó con una rama baja y gruesa, que se encontraba a la altura indicada para servir de asiento, pero que antes no estaba allí. Se alejó despacio y acabó recostada de un árbol que se dobló hasta que estuvo sentada. Se levantó de un salto, lo escuchó corregir su postura e incluso con poca luz, estaba segura de verlo moverse.
Retrocedió y de nuevo se tropezó con la rama baja pasando sobre ella, pero otra más delgada la sostuvo de la mano, evitando que cayera. Bianca sacudió los brazos con fuerza, se alejó con un grito y acabó tropezándose con un árbol distinto. Aterrada, se acuclilló abrazándose a sí misma y escuchó las ramas moviéndose a su alrededor, pero en vano esperó que algo malo sucediera. Respiró profundo, se sentó en la rama baja y cuando su mente por fin se tranquilizó, tuvo una idea.
—Quisiera contemplar la luna —dijo casi como un susurro—, por favor.
Una sonrisa cargada de asombro se dibujó en su rostro cuando las copas se abrieron. Estaba maravillada, el bosque la escuchaba y no solo eso; obedecía. A toda prisa se le ocurrió otra idea.
—Quisiera ir a la mansión Lonieski —solicitó con cautela.
Por desgracia, la petición no dio resultado. Pidió encontrar el camino principal y tampoco funcionó. Una salida y nada pasó. Frustrada, pidió una explicación, sin la menor esperanza de que algo ocurriera. Sin embargo, resultó ser la solicitud correcta, pues entre los árboles apareció un resplandor. Curiosa, caminó a un claro donde se formaba un teatro. Los árboles despejaron un espacio, varias lianas tejieron un telón y dos marionetas viejas caminaban al centro, restaurándose mientras se preparaban.
Uno de los árboles se dobló formando un asiento y agradecida, Bianca se acomodó. Antes de dar inicio, las marionetas se acercaron a presentarse. La dama, de cabellos y ojos oscuros que resaltaban sus mejillas sonrojadas y sus labios de un rojo intenso, hizo un giro a modo de cortesía y a sus pies las hojas formaron el nombre, Nathalia Debrier. El caballero, de fríos ojos negros, lacio cabello café y piel tostada, realizó una reverencia y de la misma forma apareció el nombre, Raudel Lonieski. Tomaron sus manos y perdiéndose en la oscuridad.
El telón se abrió y una puerta dorada brotó del suelo, comenzando la obra. A través de ella, llegaron al bosque en una noche sombría y el umbral desapareció sin dejar rastro.
Angustiado caminó hasta caer de rodillas con el rostro entre sus manos y ella se sentó a su lado para consolarlo, repitiéndole que nada de lo sucedido era su culpa. Raudel, triste y deshecho, aseguraba que sus hermanos jamás lo perdonarían, y Nathalia parecía satisfecha. Insistía en que no los necesitaban, que podían continuar sin su ayuda, que eran lo bastante poderosos para vivir sin problemas.
Le recordó que su familia intentaría separarlos y que si permanecían juntos no podían dañarlos. Tomó sus mejillas y después de secar sus lágrimas, le regaló un beso cariñoso que le robó una sonrisa. Fue tal su persistencia que convenció a su compañero de dejar de culparse y seguir adelante, pues él no era un hombre común, la madera le obedecía a cabalidad y el bosque podía transformarse en su reino. No necesitaban a nadie más que ellos mismos. Los árboles les facilitaban el alimento y los protegían de las inclemencias del ambiente.
Agradecido con su compañía, Raudel compartió sus dominios con ella y cuál si de él se tratase, la madera cumplía todos sus caprichos. Gracias a eso, descubrió que Nathalia no se sentía una reina y dedicó varios días a cincelar un pueblo para ella, quien lo miraba confundida, preguntándose, ¿cómo podría ese pequeño juguete ser su reino? Raudel lo llenó con personas de madera, que cumplían sus tareas cuál si de humanos se tratase. Soldados, ciudadanos, niños, jóvenes, ancianos y todo lo que su mente imaginó y los labios de Nathalia solicitaron.
Cuando hasta el último detalle estuvo listo, sacó dos herramientas de oro y con una orden, el bosque obedeció. Un claro se despejó y los árboles se ofrecieron gustosos para ser parte de la obra. Ocupaban los lugares que les correspondían transformándose y dando forma a la ciudad. Otros se convirtieron en hombres sin rostro que realizaban las tareas que su señor les encomendaba. Construían bajo la supervisión de Raudel, casas, escuelas, tiendas, plazas, todo el pueblo de Berier era de madera. Sus siervos traían de los ríos piedras blancas para los caminos, llenaban de flores las macetas y colocaban muebles en los edificios.
Editado: 19.11.2024