Buscando asegurar su éxito, Raighné se concentró en las esposas de los miembros del concilio. Mujeres jóvenes y hermosas, que no podían ser madres por estar casadas con hombres de madera, quienes no se negarían a complacer sus caprichos. Cuando su primer hijo cumplió un año, nació el segundo, también con la magia corriendo por sus venas. Por desgracia, un invierno intenso azotó Berier y ambos pequeños fallecieron, dejando a Raighné desconsolado. Necesitaba volver a empezar. No estaba dispuesto a rendirse, y tampoco hablaría con Isabel al respecto.
Con la muerte de los niños, las quejas de Raudel casi se desvanecían, y comprobó con las herramientas, que degradar su magia de esa forma, acabaría por dejarlo como un simple mortal. Esa era la razón de las quejas de su padre, pero a él no le molestaba, pues sería más semejante a Isabel de esa manera. Con la llegada de la primavera, se convirtió en el padre de una hermosa niña, cuidó que nada le faltara y al cumplir un año, continuó con el plan. La segunda fue aún más fuerte, ambas hijas de la misma madre y con la magia dorada recorriendo sus cuerpos.
El tercero, un varón rollizo y grande, era hijo de una madre distinta y Raighné estaba igual de orgulloso. Aunque se cuestionaba acerca de hablar con Isabel, temiéndole a su desprecio prefirió continuar en silencio. No dejaba de pensar que todo eso lo desgastaba y que era ella quien lo cuidaba hasta que se recuperaba, por lo que no era justo hacerla sufrir de esa manera. Raudel insistía en que debía detenerse y no lo dejaba descansar, por lo que, en ocasiones, discutían, aunque daba la impresión de que Raighné hablaba solo.
Cansada de verlo enojado con el aire o agotado por las pesadillas, Isabel lo convenció de pasar unos días visitando a la familia Castier y Raighné estuvo de acuerdo, para de esa manera escapar de su padre. Antes de dejar la mansión, se aseguró de que todo fuese resguardado por el bosque, y llevó con él las herramientas doradas. Mientras los tres pequeños crecían bajo la protección del concilio, el carpintero descansaba en esa ciudad distante. Sin embargo, Raighné sintió una vez más la presencia de Nathalia.
Temiendo que estuviese tras ellos, aprovechaba parte de su tiempo para dar con ella, pero en ocasiones parecía esfumarse y él temía estar imaginándola. Isabel consiguió distraerlo en la bulliciosa ciudad, donde siempre había algo que descubrir. Pasaban juntos mucho tiempo, yendo al teatro, el mercado o solo deambulando sin un destino, pues ambos disfrutaban del otro. A ella le gustaba recordarle lo mucho que lo amaba y lo feliz que se sentía a su lado, y a él le encantaba consentirla y apreciaba que su compañera ocultara del resto, la magia que lo acompañaba.
Su hermana menor era madre de una niña y deseaba con ansias que aquel que crecía en su vientre fuese un varón. A Raighné le gustaba complacer a Isabel comprando cosas para obsequiarle a la pequeña y sonreía mirándolas jugar juntas, mientras sus deseos de darle un hijo crecían. Los miembros de la familia preguntaban al respecto y eso deterioraba su humor, pues llegaron a insinuarle que buscara una dama capaz de darle un heredero y esas palabras lo destrozaban por dentro. Aquello no era culpa de Isabel, sino suya, y estaba decidido a resolverlo.
Regresaron cuando se sintió recuperado y convencido de que se imaginó a Nathalia. Por fortuna, la voz de Raudel ya no lo molestaba y se sentía lo bastante fuerte para continuar. Pudo ver a los niños, pero prefirió mantenerse alejado para que no llamaran la atención de Isabel, pues los tres eran de cabellos y ojos oscuros como los suyos. El menor tenía siete años y siempre se portaba de manera refinada. Las niñas, de ocho y nueve, ya estaban entre las damas más prestigiosas y codiciadas del pueblo, pues eran hermosas como su madre.
Tras asegurarse de que estaban sanos y fuera de peligro, continuó con su plan y en unos meses observó nacer a su cuarta hija. Con ella confirmó que su poder se desvanecía, pues usar las herramientas se convirtió en una tortura. Cualquier trabajo, por minúsculo que fuese, lo dejaba agotado y dormía por días. Sin embargo, le preocupó saber que no siempre permanecía en cama. Durante ese tiempo de inconsciencia, su cuerpo se encerraba en un cuarto del tercer piso a fabricar algo, pero Isabel no logró descubrir el que.
Esa noticia lo molestaba. Su padre era el responsable y necesitaba saber qué construía. Intentaron entrar a la habitación, pero Raudel mantenía la puerta sellada. Abrieron un pequeño agujero en el piso del ático, para que Isabel descubriera lo que sucedía, pero preocupado de que la lastimara; fabricó una estrella de madera que ella usaría como pendiente. Reunió sus fuerzas, regresó a Berier para continuar con su plan y cuando su última hija tenía un año, supo del nacimiento de su quinto hijo y aunque estaba agotado, se sentía muy satisfecho.
Unos días después del nacimiento, las pesadillas volvieron a atormentarlo y no lograba descansar, pues Raudel se volvió inmisericorde. Acabó por perder la conciencia y una vez más, su cuerpo se encerró en la habitación. Despertó en el taller donde Nathalia lo había encadenado había muchos años. Sobre la mesa estaba un cuerpo de madera casi terminado y en un arrebato de furia lo llevó a la cocina para quemarlo hasta las cenizas, provocando que la casa se sacudiera con violencia y que Raudel soltara un grito que aun Isabel logró escuchar.
Asustado de que pudiera lastimarla, la llevó a Berier. Estando fuera, sus fuerzas se recuperaban con facilidad. En el pueblo le cuidaban todos y aunque tenían una residencia más pequeña, era mucho más agradable, y allí las pesadillas desaparecían. Sintiéndose a gusto, planificaba como continuar, pero todo perdió importancia cuando Isabel le contó de su embarazo. Estaba eufórico y convencido de que su nuevo heredero no tendría una pisca de magia dorada. Por desgracia, a los pocos días cayó en un profundo sueño.
Editado: 19.11.2024