El carretón de los perros contentos.

Erly Zhta Beltzcat.

 

La bruja del arrabal.

Y unas horas antes, pasaba del medio día cuando la conductora del carretón de los perros contentos llegó a su casa en “La Nopalera” La popular colonia donde vivían la mayoría de los carretoneros de esa área de la ciudad, como siempre, pasó por las calles sin llamar mucho la atención, ya que era muy común ver viejos carretones de basura tirados por caballos en esa zona, su rústica vivienda se podía decir que era la más refundida, hasta el fondo de aquella especie de deshuesadero clandestino, rodeada por auténticas colinas hechas de basura de plástico y metal, entre restos de autos viejos y diversos armatostes que formaban un laberinto en el que era muy fácil perderse, tan solo algunas personas tenían contacto con ella y el área donde vivía, era como un territorio sagrado que muy pocos se atrevían a visitar, ante la constante amenaza de cientos de perros que llegando ahí dejaban de mostrarse contentos, convirtiéndose en auténticos cancerbero que amenazaban con devorar a quien osara acercarse, ni siquiera los del cártel de Anzaldúas se atrevían a molestarla, ya que cuando su ejército quiso extender su dominio en aquel territorio, sucesos inesperados comenzaron a forjar una historia de misticismo, donde se decía que ahí vivía una bruja: “La bruja del arrabal” le decían, y su historia estaba llena de extrañas desapariciones, luces en el cielo y la inexplicable actitud de los cancerberos que la acompañaban, que aún nadie había podido aclarar.

Estacionó su rústico carretón bajándose ágilmente para tomar el cuerpo del perro que yacía inerte, el labrador blanco, más muerto que vivo, pero, aunque su cuerpo se sentía frio, igual que el frio de muerte que imperaba en el ambiente, no tenía señales de rigor mortis y cargándolo amorosamente lo introdujo a su casa, a los pocos minutos, salió para llevarse cargando también al otro perro que ya no se movía, tan solo se quejaba lastimosamente, con un par de agujeros de bala en un costado.

Nadie sabía de donde había venido, tan solo sabían que siempre había estado ahí, se decía que había llegado antes que todos en aquella ciudad con más de 200 años de haber sido fundada, porque ni los más viejos habitantes de aquel lugar podían decir que la vieron llegar, la bruja del arrabal le decían, y se decía que era la propietaria legal de todo aquel territorio, porque nunca había sido molestada por ningún tipo de autoridad, ni local, ni estatal, ni federal y era la que asignaba los terrenos a los que llegaban a vivir ahí, aunque no lo hacía directamente, ya que algunas personas que fungían como jefes de manzana se encargaban de organizar a los vecinos, las mismas personas que negociaron la paz con los cárteles que alguna vez pretendieron controlar ese territorio, las mismas que arreglaban todos los asuntos municipales con respecto al relleno sanitario en el que vivían, que eran las únicas que tenían contacto personal con ella, las pocas personas que conocían su verdadero nombre no se atrevían a revelarlo, y era conocida entre el gremio de carretoneros de aquel arrabal de ropavejeros y carroñeros, como: “La polaca”.

A pesar de la cerrada vigilancia de los cancerberos, ese día una mujer se atrevió a aventurarse entre aquellas colinas de basura y metal, llevaba un niño en brazos e iba acompañada por doña Catalina, mujer sexagenaria de piel morena y complexión delgada, que, a pesar de su edad, lucia muy saludable y físicamente atractiva, que vestía de manera casual y humilde, habitante de aquella colonia, que era la que la guiaba caminando hacia a la rústica casona de la bruja del arrabal.

Mientras curaba a sus perros, la mujer miró una serie de diodos encendidos que colgaban de una pared, que eran como un sistema de alarma que le indicaba que tenía una visita autorizada, y enfundándose en sus gruesos telares, cubrió su rostro con la bufanda y salió de donde estaba curando las heridas de sus perros abatidos.

La mujer que cargaba al niño, se sobrecogió al ver la casa de madera a donde se dirigían, parecía una vieja casona al estilo rumano, con partes de cartón, adobe y madera, pero nada tenía de tétrico, más bien su estilo era rústico y elegante, hasta parecía la cabaña familiar de un solo piso, que todos quisiéramos que nuestros abuelos tuvieran para visitarlos cada fin de semana, subieron los peldaños del porche y la puerta principal se abrió apenas con un pequeño empujón de doña Catalina, pasaron a una acogedora sala estar con muebles de madera y piel, con cortinas viejas pero limpias, donde predominaba una mesa llena de veladoras, stickers amarillos pegados a la pared, con infinidad de notas y nombres, algunos floreros vacíos y otros con frescas flores, una mesa de centro con cubierta de cristal, que cubría lo que parecía ser un hábitat o una maqueta en miniatura de alguna ciudad prehispánica, la estancia era cómoda y agradable, entre algunos estantes con extrañas botellas que al parecer contenían brebajes y extraños artefactos tecnológicos, pero muy antiguos, como viejos inventos que alguna vez sirvieron para algo, pero al final no, o tal vez todavía funcionaban, en fin, todo indicaba que aquel sitio era el consultorio de algún tipo de chaman o brujo, muy comunes en esa época, la mujer que cargaba al niño, era joven y bonita, de piel blanca y de fina estampa, con elegantes ropas que contrastaban con el rústico ambiente, al entrar se sentaron en el sillón, todo estaba limpio y ordenado, en ese momento, la alta figura salió de detrás de unas cortinas que tapaban una puerta.

  -Hola, soy Lorena Castillo y vengo a suplicar que me ayude.

Le dice la mujer apenas mirando al alto personaje que se sentó en el sillón individual de la sala, para quedar enfrente de ella y del niño que llevaba en brazos, ella estiró uno de sus brazos sin decir nada para destapar el rostro del infante, que la miró asustado y con dolor en la mirada, al ver el aspecto enfermizo del niño, sus bellos y verdes ojos se enternecieron, eso fue lo único que pudo ver Lorena de la bruja del arrabal, porque nunca se descubrió su rostro, y mientras esperaba a que le dijera algo, la mujer de los bellos y tristes ojos verdes, se levantó de la silla y extendiendo sus brazos, le indicó a que lo dejará cargarlo.




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