La ciudad no dormía, solo fingía. En las alturas del Edificio Horizonte, las luces de los apartamentos se apagaban como párpados cansados. Y sobre la azotea, en completo silencio, yacía el cuerpo de un hombre con el rostro deformado por el miedo.
El caso le llegó a Isabel Rivas por correo electrónico.
No a su correo laboral.
Al otro.
Al que nadie conocía.
“Azotea del Horizonte. No fue un suicidio. Fue una firma.”
Isabel leyó el mensaje tres veces antes de cerrar su laptop y ponerse los guantes. Su maletín de análisis portátil pesaba más que cualquier arma. En él llevaba sensores de partículas, luz forense, químicos de detección rápida y una pequeña laptop modificada por ella misma.
No trabajaba con la policía. No porque no la respetara. Sino porque prefería la verdad sin uniforme.
Llegó al Edificio Horizonte poco antes del amanecer. Fingió ser parte del equipo forense. Bastó mostrar una credencial falsa y hablar con suficiente seguridad. Nadie hacía demasiadas preguntas cuando alguien traía respuestas.
El cuerpo era de Agustín Fierro, corredor de bolsa, 42 años. Oficialmente: suicidio.
Oficiosamente: algo no encajaba.
—¿Algún testigo? —preguntó Isabel.
—Ninguno. La cámara del ascensor se apagó justo a las 2:17. Aparece luego en la azotea. Solo… aparece —respondió un oficial.
Ella asintió y subió.
La escena era limpia. Demasiado.
El cuerpo estaba colocado, no caído.
La expresión era de terror, no de decisión.
El dedo índice izquierdo apuntaba hacia el borde de la azotea. Y en la cornisa, Isabel notó algo extraño: una pequeña marca tallada a mano.
Un símbolo.
Un ojo dentro de un rectángulo.
Lo escaneó con su lente de rastreo.
Nada.
Pero eso no la detuvo.
Volvió esa noche, sola.
Accedió a las cámaras del edificio desde su laptop, usando un software de su creación. Revisó los archivos del ascensor, incluso los que “no existían”.
Y ahí lo vio.
A las 2:15, Fierro subió al piso 28.
A las 2:17, el video se cortó… y luego regresó. Pero lo extraño no era eso.
Era que, en los reflejos del ascensor, había otra figura junto a él.
Alta.
Oscura.
Sin rostro.
Como si alguien hubiera estado... en la cinta, pero no en el lugar.
Isabel aumentó el contraste. Y por un segundo, lo vio: un símbolo idéntico al de la cornisa... tatuado en la palma de la figura.
Esa noche, Fierro fue enterrado.
Isabel, en cambio, recibió otro correo.
“No es el primero. No será el último. ¿Quieres ver el patrón?”
El mensaje venía con coordenadas.
Las mismas coordenadas que, al ingresarlas en su sistema, le marcaron un punto exacto… en el subterráneo del Hotel Aurora.
Ella no lo sabía aún, pero había puesto un pie en la misma sombra donde Elias Heller había desaparecido.
Antes de cerrar el caso, Isabel descubrió algo más.
El cuerpo de Fierro tenía residuos de cloro, pero no en la ropa: en los pulmones.
Y al reconstruir los datos del lugar, notó que la azotea tenía una leve interferencia electromagnética a las 2:18, que coincidía con otras muertes ocurridas en lo que la policía llamaba "zonas sin explicación".
No era un caso aislado.
Era una firma.
Un eco.
Una señal de algo que estaba mucho más abajo que cualquier azotea.
Y ella acababa de empezar a seguirlo.
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recuerdos olvidados, crímenes sin resolver, detectives y misterio
Editado: 21.04.2025