El Caso 000

Capítulo 4 – Cruces Bajo Tierra

Era jueves, y la ciudad comenzaba a prepararse para su fin de semana sin descanso. La lluvia volvía a caer como si no supiera hacer otra cosa. Elias Heller caminaba por la calle Colón, con el cuello del abrigo levantado, el rostro curtido y la mente nublada por la resaca. No buscaba un caso. Solo respuestas.

Desde aquella noche en el Hotel Aurora, algo lo había seguido.

No lo decía en voz alta, pero lo sentía.

Cada vez que dormía —si es que lograba dormir— aparecían imágenes confusas, borrosas… como si su mente hubiese bajado a un lugar del que su cuerpo nunca regresó.

Entonces lo vio.

Un cuerpo colgando del cableado público, justo sobre la entrada a la Estación Manuel Montt.

Un hombre, suspendido, con una cuerda de plástico envuelta en la garganta, y una sonrisa dibujada con sangre en el rostro.

El diente de oro lo hizo detenerse.

No era el mismo joven que Baltazar había descrito hace años… pero sí tenía la misma marca en la frente: el ojo en el rectángulo.

La policía no había llegado aún. Heller sacó una foto con su viejo celular. En el bolsillo del cadáver, encontró un papel.

“Ella ya lo vio. Tú ya lo escuchaste. Bajen.”

Isabel Rivas estaba en su departamento cuando recibió el mensaje.

Era una imagen.

El cuerpo colgando.

Y un número de teléfono desconocido.
Lo marcó. Una voz áspera, ronca, respondió.

—¿Rivas?

—¿Heller?

Silencio.

Después, un murmullo:

—Tenemos que bajar.

Se encontraron frente a la misma entrada del metro donde colgaba el cadáver.

La policía ya estaba limpiando la escena. Todo demasiado rápido. Todo demasiado ordenado.

—¿Tú lo encontraste? —preguntó Isabel.

—No lo encontré. Me encontró él —respondió Elias, señalando su cabeza.

Ambos bajaron al subterráneo. No por la entrada pública, sino por un acceso lateral olvidado, una vieja puerta de mantenimiento que Elias conocía desde sus años como detective.

—¿Por qué me contactaste? —preguntó Isabel.

—No lo hice.

Se detuvieron.

En el muro, justo antes del túnel sin luz, alguien había pintado con pintura fresca un símbolo que ambos reconocieron.

El ojo.

Pero esta vez, el rectángulo tenía grietas.

Caminaron durante minutos que se sintieron como horas. No hablaban. Solo avanzaban. Hasta que Isabel se detuvo.

—Hay una cámara. Allí arriba. ¿Ves?

Elias la vio. Antiguo modelo soviético, oculta entre los tubos. Aún parpadeaba.

—No debería funcionar —dijo él.

—No debería estar —respondió ella.

Isabel conectó su visor forense al sistema y extrajo un archivo de video. La imagen era borrosa. Mostraba una figura. Alta. Pálida. De pie frente a un muro de concreto. Detrás, algo brillaba.

Un diente de oro.

—¿Lo ves? —preguntó ella.

Elias no respondió.

Estaba mirando su propio rostro reflejado en una plancha metálica del túnel.

Pero el reflejo… lo estaba mirando a él también. Y sonreía.

Llegaron al final del túnel.

Una puerta metálica con un número oxidado: 312.

La misma del hotel.

Isabel tragó saliva.

—¿Qué es esto?

Elias encendió un cigarro con mano temblorosa.

—La raíz. O una de ellas.

Isabel apoyó su mano en la puerta. Estaba caliente.

—¿Entramos?

—No hoy —dijo Elias.

—¿Por miedo?

—No. Por respeto. Esto no es un caso. Es un ritual.

Ambos se alejaron sin abrirla.

Pero antes de irse, Isabel dejó una pequeña cámara oculta apuntando directo a la puerta.

Horas después, desde su departamento, revisó la transmisión.

Y la cámara… había sido apagada desde dentro.

Sin que nadie la tocara.

En la pantalla quedó solo un mensaje en negro:

"El siguiente movimiento no lo hacen ustedes."




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.