Baltazar Muñoz estaba en su sillón favorito —el menos incómodo de todos sus sillones incómodos— cuando la noticia apareció en la televisión local: un hombre había sido encontrado muerto en la Biblioteca Nacional. Aparentemente, un infarto. Nada extraño.
Hasta que mostraron su nombre.
Nicolás Fierro.
El mismo hombre que, según los registros públicos, ya había muerto hacía más de veinte años.
Y no era un error de identidad.
Era la misma cara.
El mismo maldito diente de oro.
Baltazar se sirvió whisky antes del almuerzo y murmuró:
—Entonces esto sí va en serio.
Isabel Rivas ya lo había notado. Su sistema de rastreo de coincidencias había detectado el nombre antes que los medios. Cuando cruzó los datos, encontró algo peor: la ficha médica de Nicolás Fierro había sido actualizada la semana pasada.
Con una firma nueva.
Y una dirección: Calle Lastarria 88. A pasos de la Biblioteca.
Un lugar que no aparecía en Google Maps.
Pero sí en los planos antiguos de Santiago.
Era un acceso sellado a una red de túneles que conectaban con la estación Universidad Católica.
Baltazar e Isabel se encontraron frente a una puerta metálica oxidada, en medio de un callejón sin cámaras, entre dos locales cerrados por quiebra.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Baltazar, sin cortesía.
—Sí. Y no esperaba menos cinismo de tu parte.
—Perfecto. Entonces vamos al grano.
Ambos bajaron por una escalera en espiral que olía a encierro. Al fondo, un corredor estrecho con murales antiguos, pintados con manos temblorosas: ojos, dientes, símbolos religiosos invertidos.
—Aquí alguien dejó sus pensamientos —murmuró Isabel.
—Sí, y les puso tinta como si fueran gritos.
La puerta al final del corredor se abrió sola.
Dentro, un cuarto de concreto. Y en el centro, una camilla médica.
Sobre ella, el cadáver de Nicolás Fierro.
El mismo rostro. La misma edad. La misma ropa de la fotografía mostrada en las noticias.
Y una nota clavada en el pecho con una jeringa vacía:
“La memoria es un error. Nadie muere una vez.”
Isabel se acercó con cuidado. Revisó el cuerpo. No había signos de putrefacción. Estaba… fresco. Demasiado.
—Murió anoche —dijo ella.
—Pero murió también hace veinte años —agregó Baltazar.
Isabel tomó una muestra de sangre. Baltazar solo miraba.
—¿Qué estás pensando?
—Estoy pensando que esto no es un cadáver. Es un recuerdo. Alguien… o algo… está reescribiendo el tiempo.
En la esquina del cuarto había una televisión vieja, de esas con tubo. Prendida. Sin señal. Solo ruido blanco.
Isabel la desenchufó.
Siguió encendida.
Baltazar se acercó. La golpeó con el bastón.
La imagen cambió.
Mostraba una habitación oscura.
Tres personas de espaldas.
Una de ellas… claramente era Heller.
La otra, era ella.
La tercera… imposible de distinguir.
El televisor se apagó por sí solo.
Y en su pantalla, por un segundo, apareció el símbolo.
El ojo.
Pero esta vez... el rectángulo estaba roto.
Y lloraba sangre.
Esa noche, Isabel le mandó un mensaje a Heller:
“Baltazar y yo lo vimos también. Ya no son símbolos. Son coordenadas.”
Él respondió con solo una palabra:
“Entendido.”
Lo que no sabían era que, mientras conversaban, en una sala oculta del Hotel Aurora… tres sillas estaban siendo preparadas.
Tres sillas.
Tres nombres.
Y en la pared, escrito con carbón:
“Cuando los tres estén listos, la puerta se abrirá por fin.”
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recuerdos olvidados, crímenes sin resolver, detectives y misterio
Editado: 21.04.2025