El Hotel Aurora cerró sus puertas al público esa semana.
Nadie lo anunció.
Nadie lo explicó.
Simplemente… desapareció de los mapas, de los GPS, de los ojos. Como si la ciudad lo hubiera exiliado a otro plano. Como si, por fin, se estuviera preparando para mostrar su verdadero rostro.
Elias llegó primero.
Solo.
Cansado.
Con una botella de whisky y un sobre que aún no se atrevía a abrir.
Subió por las escaleras. El ascensor estaba muerto, o fingía estarlo.
En el tercer piso, cuarto 312, la puerta estaba entreabierta.
No lo pensó.
Entró.
Isabel llegó después. Vestida de negro. Guantes de cuero. Maletín cerrado con doble seguro. No por protección, sino por instinto.
En su teléfono, un mensaje que no recordaba haber escrito:
“Aurora. 20:00. Cuarto 312. Ellos también vendrán.”
Subió sin saludar al recepcionista que ya no existía.
Frente a la puerta, se detuvo.
Y escuchó voces adentro.
Una era de Elias.
La otra, de un hombre que no conocía.
Aún.
Baltazar llegó último.
Sin prisa.
Sin miedo.
Sin más bastón que la culpa.
Llevaba el sobre en un bolsillo y la foto de la Puerta Madre en el otro. En la mano, un viejo encendedor con las iniciales J.S., de su amigo Jorge Santoro, desaparecido en los túneles.
Entró al cuarto sin tocar.
Y se encontró con los otros dos.
Sentados.
Esperándolo.
Nadie dijo nada.
Por un momento, no fueron detectives.
Fueron fragmentos rotos del mismo espejo.
—Entonces... ¿somos los únicos tres? —dijo Isabel.
—No —respondió Elias—. Hay uno más.
Baltazar sacó la carpeta que había traído. La arrojó sobre la mesa.
Los nombres estaban ahí.
Los experimentos.
Las grabaciones.
Los símbolos.
Y la verdad:
Ellos habían estado juntos antes. Como niños. Como víctimas. Como iniciadores.
—¿Quién lo dirigía? —preguntó Elias.
—No dice —respondió Baltazar—. Pero lo llaman por un nombre.
—¿Cuál?
Baltazar miró la hoja.
Una sola palabra escrita a mano:
“El Arquitecto.”
En ese momento, la luz del cuarto se cortó.
Un sonido emergió desde el piso. Como si el hotel respirara.
La cama se corrió sola hacia un lado, dejando al descubierto una compuerta en el suelo, idéntica a la que Elias había bajado en el primer caso.
—Es la misma —susurró.
—No —dijo Isabel—. Esta… baja más.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque la escucho.
Se hizo el silencio.
Y entonces, los tres lo oyeron.
Una voz.
Lejana.
Desde lo profundo.
—Baltazar…
—Isabel…
—Elias…
Una pausa.
Y después:
“Están listos.”
Bajaron.
Uno tras otro.
Sin promesas.
Sin destino.
Solo con la certeza de que, una vez que la puerta se cerrara tras ellos… nada sería como antes.
Ni la ciudad.
Ni el tiempo.
Ni ellos.
Y, al final del túnel, una sala blanca.
Tres sillas.
Tres carpetas.
Y un espejo que no devolvía reflejos.
Solo mostraba una figura.
Alta.
Pálida.
Con un ojo dibujado en la frente.
Y cientos de dientes en la boca.
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recuerdos olvidados, crímenes sin resolver, detectives y misterio
Editado: 21.04.2025