El Caso 000

Capítulo 9 – El Juicio de las Tres Puertas

La sala blanca no tenía esquinas. Las paredes se curvaban como una cúpula que parecía no terminar nunca. No había luces visibles, pero todo brillaba con una claridad antinatural, como si la habitación misma emanara memoria.

En el centro, tres sillas.

Isabel Rivas, Elias Heller y Baltazar Muñoz se miraron sin hablar. Ninguno quería sentarse. Ninguno quería ser el primero en ceder. Pero la sala no avanzaría hasta que lo hicieran.

Finalmente, Baltazar gruñó:

—Ya he estado en peores sillones.

Se dejó caer. Luego Isabel, en silencio. Y por último, Elias.

Al momento en que sus espaldas tocaron el respaldo, la cúpula entera comenzó a girar lentamente. Las paredes se deshicieron como humo, y frente a cada uno apareció una puerta distinta. Tres puertas.

Tres materiales.

Tres pasados.

La Puerta de Baltazar era de metal oxidado, cubierta de cinta policial antigua y pegatinas infantiles. En su centro, una mirilla que no dejaba ver nada… solo escuchar.

Desde dentro se oían voces de niños. Risas. Luego gritos.

Baltazar no se movió. Solo la miró.

—Esto no es una visión —murmuró—. Esto es una memoria que me escondieron.

La Puerta de Isabel era completamente blanca, sin manillas ni bisagras. Llamaba con un zumbido eléctrico bajo, casi biológico. En su superficie, un patrón molecular que se movía como si la madera estuviera viva.

La tocó.

Sintió un dolor en el pecho.

Una voz en su mente.

“Tú diseñaste el algoritmo que los reescribió.”

—¿Qué? —susurró—. ¿Qué significa eso?

Y entonces recordó:

Tenía trece años cuando la pusieron frente a una consola.

Le dijeron que era un juego.

Solo debía emparejar rostros y símbolos.

Una coincidencia cerebral.

Una red neuronal humana.

Pero… ¿y si no fue un juego? ¿Y si lo que hacía reprogramaba recuerdos reales?

La Puerta de Elias era una puerta de madera oscura, marcada con quemaduras, clavos oxidados y fotos rotas pegadas con alfileres. Cada foto tenía su rostro, pero en edades distintas. En algunas, sonreía. En otras, estaba muerto.

Y en el centro… una cerradura.

No tenía llave.

Solo una palabra grabada encima:

“ADMITE.”

Elias cerró los ojos.

Y la imagen llegó.

Él, arrodillado, frente a una camilla. Un cuerpo cubierto con una sábana. La levanta.

Su propia cara.

Pero no dormido.

No muerto.

Solo… vacío.

Las puertas se abrieron al mismo tiempo.

Sin tocarse.

Sin aviso.

Y cada uno vio lo que debía ver.

Baltazar vio a Jorge Santoro colgado en los túneles, aún con vida, aún suplicando.
Isabel vio a su madre, conectada a cables, repitiendo su nombre una y otra vez como un eco defectuoso.
Elias vio a sí mismo… observando la sala blanca desde el otro lado del espejo, como si siempre hubiera sido parte del experimento.

Pero ninguno de los tres cruzó.

Porque al fondo de la sala, en lo más oscuro, se abrió una cuarta puerta.

Y detrás de ella… una figura caminó hacia ellos.

Vestía de negro.

No tenía rostro.

Solo un ojo grabado en el cráneo.

Y un diente de oro que brillaba con cada paso.

El Arquitecto.

—Finalmente —dijo, sin mover la boca—. Están todos reunidos.
—¿Quién eres? —preguntó Isabel, con la voz firme.

—Soy el que diseñó lo que son.

—¿Para qué?

El Arquitecto levantó una mano.

Mostró una esfera de cristal.

Dentro… la ciudad entera.

Pero congelada.

—Porque ustedes son la última defensa contra el olvido.

—¿Qué olvido? —preguntó Elias.

—El que yo mismo creé —respondió la figura—. Y ahora… ya no puedo detenerlo solo.

En la sala, el suelo comenzó a agrietarse.

Del subsuelo surgieron raíces negras.

Grietas de tiempo. Fragmentos de memoria. Distorsiones.

Y una voz resonó en todas las paredes.

“El juicio ha comenzado. Tres puertas. Tres pecados. Tres decisiones.”

Y entonces, una pantalla se encendió.

Una cuenta regresiva.

72 horas.

—¿Hasta qué? —preguntó Baltazar.

El Arquitecto sonrió.

—Hasta que el mundo olvide que alguna vez existieron.




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