Isabel no pronunció palabra.
Ni cuando el suelo tembló.
Ni cuando el Arquitecto desapareció sin dejar rastro.
Ni cuando la puerta blanca se cerró tras ella y la dejó sola en una habitación que no parecía tener salida.
Solo su respiración.
Solo el zumbido.
Solo ella.
Frente a ella, una consola flotante, compuesta por cables, teclas, pantallas transparentes. Todo estaba suspendido en el aire como si las leyes de la física no tuvieran permiso para entrar.
En la pantalla principal, su propio rostro. Más joven. Adolescente.
La grabación comenzó sin que lo ordenara.
“Hola. Me llamo Isabel Rivas. Tengo trece años. Hoy me dejaron sola con la interfaz. Dijeron que estoy lista. Que mis decisiones ayudarán a mejorar el patrón. Dicen que no debo preocuparme por los rostros. Solo por los símbolos. Solo por el código.”
La imagen se detuvo.
Una voz metálica emergió del techo.
“Adelante, Isabel. Repite lo que hiciste entonces. Completa el patrón.”
Isabel avanzó.
Frente a ella, la consola proyectó una imagen: cuatro rostros.
Todos de niños.
Todos conocidos.
Elias. Baltazar. Nicolás Fierro. Y… ella.
—No —dijo—. Esto no es un juego.
“Repite el patrón.”
—¿Qué patrón?
“El que activaste hace veinte años. El que desató la memoria artificial.”
La pantalla titiló.
Ahora había símbolos: ojos, círculos, fragmentos de palabras cortadas.
—No quiero hacerlo.
“Ya lo hiciste. Solo recuerda cómo.”
Las luces se atenuaron.
El suelo cambió de textura.
Ahora estaba sobre agua.
Bajo sus pies… los rostros de los niños reflejados como cadáveres flotando en una piscina invisible.
—Basta.
“El algoritmo no se detiene.”
—¿Qué soy?
“Una clave. Una función. Un error consciente.”
Isabel tembló.
No por miedo.
Por certeza.
Recordó.
Recordó a su madre conectada a tubos, utilizada como canal biológico de una inteligencia artificial experimental. Recordó las pruebas, los escáneres, los patrones.
Recordó que ella fue quien conectó las memorias de los tres niños que hoy compartían su misión.
—Yo lo hice. Yo los uní.
“Exacto. Y ahora debes decidir qué memoria cortar.”
Una nueva imagen apareció.
Tres opciones:
Baltazar Muñoz – "Olvidará lo que sabe del Arquitecto."
Elias Heller – "Olvidará su origen en la Puerta Madre."
Isabel Rivas – "Se olvidará a sí misma."
El sistema no aceptaba omisiones.
Debía elegir.
—No.
“No puedes evitarlo.”
—¡NO!
Golpeó la consola. El sistema parpadeó. Gritó con una furia que no sabía que tenía. Y al hacerlo… algo se quebró.
La sala entera vibró.
La máquina… colapsó.
Las pantallas estallaron.
Las voces se silenciaron.
Y frente a ella, apareció una figura familiar.
Su madre.
Joven. Serena. Vestida con blanco.
—¿Qué has hecho, hija? —preguntó con voz rota.
—Destruí el código. Ya no quiero elegir.
—Entonces tendrás que recordar todo.
—¿Todo?
—Hasta lo que te destruyó.
La puerta blanca se abrió.
Isabel salió.
Temblando.
Con lágrimas en los ojos.
Baltazar y Elias la esperaban. No preguntaron.
Sabían que su turno venía.
El reloj marcaba:
63 horas, 22 minutos.
Y ahora, era el turno de Baltazar Muñoz.
#710 en Detective
#512 en Novela negra
#290 en Paranormal
recuerdos olvidados, crímenes sin resolver, detectives y misterio
Editado: 21.04.2025