El Caso 000

Capítulo 12 – Donde Todo Terminó

Elias cruzó la puerta de madera oscura sin mirar atrás.
Sabía que Isabel y Baltazar no podrían ayudarlo.
Sabía que esta prueba no era para resolver.
Era para quebrar.

Al otro lado no había un túnel, ni una sala.
Había una habitación de hospital.

Pequeña.
Triste.
Con olor a desinfectante viejo y a tiempo suspendido.

En la cama, un niño.

Ojos verdes.

Cabello desordenado.

Jugaba con una linterna… proyectando sombras de monstruos en el techo.

Elias no necesitó acercarse.

—Soy yo —dijo en voz baja.

El niño no lo miró.

Solo murmuró:

—No me acuerdo de tu cara.

Elias se arrodilló frente a él.

—Eso está bien.

—¿Por qué estoy solo?

—Porque yo decidí olvidar.

—¿Y por qué volviste?

Silencio.

—Porque me cansé de vivir con un vacío que no sabía nombrar.

Una segunda puerta apareció en el rincón opuesto de la sala.

Se abrió sola.

Adentro, una sala blanca.

La misma donde Elias había estado, donde todo había comenzado. Pero vacía.
Sin el Arquitecto.
Sin cámaras.
Sin nadie.

En las paredes, dibujos de niños.

Tres.

Uno con un bastón.
Uno con una bata blanca.
Uno con una linterna.

Y, en el centro, una figura sin rostro.
Un ojo dibujado en su cráneo.
Un diente de oro brillando entre sombras.

—¿Quién era él? —preguntó el niño.

Elias respiró profundo.

Y entonces, lo recordó todo.

Elias Heller, 10 años, fue seleccionado para el Proyecto Puerta Madre por su capacidad de generar imágenes mentales vívidas.
No solo imaginación.
Materialización mental.
Lo que él pensaba… a veces ocurría.

Junto a él, dos niños más.
Una con inteligencia visual.
Otro con memoria eidética.

El experimento era simple:

Conectar sus mentes y dejar que diseñaran un ente colectivo.

Un ente que viviera entre sus memorias.

Una figura que pudiera navegar los recuerdos como un arquitecto en su propia ciudad.

Pero algo salió mal.

El ente tomó forma real.

Y no dejó de crecer.

—Yo lo inventé —susurró Elias—. Yo di forma al Arquitecto. Pero no lo hice solo.

—¿Y por qué me dejaste aquí? —preguntó el niño.

—Porque no podía llevarme al niño que lo creó. Tenía que ser otra persona para detenerlo.

El niño tomó su mano.

Y entonces se fusionaron.

El adulto y el niño.

El recuerdo y el olvido.

La figura resultante cayó de rodillas.

El suelo vibró.

Las paredes se rompieron.

Y frente a Elias… apareció un espejo.

En él, no estaba solo.

Estaban los tres.

Elias.

Isabel.

Baltazar.

De niños.

De adultos.

De algo más.

Y una voz que resonó como un latido.

“Ahora recuerdan. Ahora pueden decidir.”

Elias salió de la habitación.

Pálido.

Tembloroso.

Pero completo.

Baltazar lo miró.

—¿Y entonces?

—Ahora sé quién lo creó.

—¿Quién?

—Nosotros.

El reloj marcaba:

36 horas, 00 minutos.

Y por primera vez, la sala blanca habló por sí sola:

“Las pruebas han sido superadas. El juicio… ha comenzado.”




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