Prólogo

Carlo y yo nos conocimos cuando teníamos apenas 18 años. Yo tenía mi grupo de amigos con los que solía practicar boxeo los sábados por la tarde. También solíamos salir a cenar algún que otro viernes, cuando no teníamos exámenes a la semana siguiente.

Un viernes, de fiesta, tras una cena, lo pude divisar al final de la discoteca, bailando con una chica cualquiera. Me parecía extremadamente gracioso, porque se notaba de lejos que él estaba borracho y se movía de una forma bastante extraña. A mis amigos también les parecía divertido, pero no de la misma manera que a mí. Se dirigieron a él con todo tipo de insultos, entre ellos “maricón”. Empezaron a empujarle y la chica con la que estaba bailando se evaporó como la espuma. Yo, me quedé observando sin saber qué hacer, al otro lado de la discoteca.

Los gritos de mis amigos aumentaban de intensidad, y toda la gente de la discoteca se había girado poco a poco para divisar esa escena. La música seguía a tope, pero por alguna extraña razón yo ni siquiera la oía. Simplemente veía como los ojos de Carlo estaban cansados y con una extraña sensación de miedo que, obviamente, podía entender. Seguían sin cesar aquellos insultos, seguidos de pequeños golpes en el hombro que nadie paraba. Mis amigos soltaban risas con aliento a whiskey barato.

Rezaba a cada segundo que pasaba por que todo esto acabara, y que el dueño de la discoteca los echara a todos de una vez. Pero nunca pasó. Segundos después, me di cuenta de que mis piernas se estaban moviendo en dirección a aquella escena sin yo pretenderlo, y mi mano, casi sin controlarlo, llegó a parar a la nariz de uno de mis “amigos” que, al parecer, nunca más se volvería a acercar a mí. Mis amigos me miraron estupefactos mientras, el portero de la discoteca, avanzaba a pasos de gigante entre la multitud. Les sacó casi sin esforzarse y desde ese momento, di gracias a Dios de no volver a verlos.

Carlo se levantó del suelo, y me sonrió ingenuamente.

-¿Una copa? –Me preguntó divertido.