La habitación olía a una mezcla agria de alcohol rancio y tabaco. Las paredes, amarillentas por años de humo, parecían reflejar la esencia misma de Matías Ramírez, un hombre cuya vida giraba en torno a imponer su voluntad, siempre a punto de explotar. En la mesa de la cocina, un plato de comida fría y mal preparada, al menos según su criterio, era la chispa que encendía el fuego de su ira esa noche.
Las luces del techo parpadeaban, agregando un aire lúgubre al pequeño apartamento. Los muebles desgastados, con esquinas astilladas y manchas ignoradas durante años, hablaban del abandono que reinaba en ese espacio. Era un lugar atrapado en el tiempo, una cápsula de frustración y miseria.
—¡Maldita estupida, siempre lo mismo! —bramó Matías, golpeando la mesa con tanta fuerza que las patas chirriaron en protesta.
El plato salió volando, estrellándose contra la pared y desparramando arroz y carne por todas partes. Pero aquello no lo calmó; al contrario, su furia creció mientras se dirigía hacia la figura temblorosa de Laura, su esposa, que sostenía con fuerza a su hijo Esteban, de quince años, detrás de ella como un escudo protector.
Laura retrocedió instintivamente, aunque sabía que no había escapatoria en aquel rincón. Había aprendido hacía mucho que no existía forma de apaciguar a Matías una vez que su ira se desataba. Suplicar o intentar razonar con él era inútil.
—Matías, por favor... —rogó con la voz rota, extendiendo una mano como si ese gesto pudiera contenerlo.
Matías soltó una carcajada amarga, cargada de desprecio.
—¿Por favor? ¿Eso es todo lo que tienes? Ni siquiera puedes cocinar algo decente. ¿De qué sirve que estés aquí?
Detrás de Laura, Esteban dio un paso adelante. Sus ojos, usualmente llenos de miedo, ahora brillaban con una determinación nueva, una que hasta su madre percibió con asombro y temor. Se colocó frente a ella, sus hombros tensos, y dirigió una mirada desafiante al hombre que siempre había sido su tormento.
—No vuelvas a tocarla, bastardo —dijo Esteban, su voz firme, aunque sus manos temblaban ligeramente.
Matías lo miró, incrédulo, antes de soltar una risa corta y áspera que rebotó en las paredes de la pequeña cocina.
—¿Y tú qué vas a hacer? ¿Golpearme? —preguntó burlón, avanzando un paso más hacia ellos.
El miedo de Laura se intensificó. Tiró del brazo de Esteban, tratando de apartarlo, pero el chico no se movió. En su mirada había algo que la aterrorizaba aún más que la furia de Matías: una resolución inquebrantable.
—Esteban, no... —susurró Laura, su voz quebrada por el miedo.
Esteban no respondió. En lugar de eso, bajó la mirada al bate de béisbol que había estado ocultando detrás de su espalda. Sus nudillos se tornaron blancos mientras lo aferraba con fuerza. Matías apenas tuvo tiempo de procesar lo que veía antes de que el bate cayera sobre su cabeza con un golpe seco y contundente.
El mundo se oscureció.
....
Cuando Matías despertó, lo primero que notó fue el silencio. No el silencio cargado y opresivo del apartamento, sino un silencio absoluto, como si todo el mundo hubiera sido envuelto en una manta que apagaba cualquier ruido.
Abrió los ojos lentamente, esperando encontrar el techo manchado de su cocina. En su lugar, vio un dosel de terciopelo rojo, decorado con intrincados bordados dorados. Se incorporó de golpe, sintiendo cómo su corazón comenzaba a acelerarse. La cama en la que estaba era inmensa, cubierta con sábanas de satén suave, y la habitación a su alrededor era más grande que todo su apartamento.
—¿Qué demonios?
El eco de su propia voz resonó en el espacio, devolviéndole una sensación de irrealidad. Al bajar la mirada, su sorpresa se convirtió en pánico: llevaba un vestido blanco ajustado al cuerpo, adornado con bordados plateados que brillaban bajo la luz de una araña de cristal.
Su mente se resistía a procesar lo que veía. Tropezando con los muebles, corrió hacia un enorme espejo en la pared opuesta. Lo que encontró allí lo dejó sin aliento.
El reflejo no era suyo. En lugar de su rostro endurecido y curtido por los años, vio a una mujer joven, de cabello rubio platino y ojos violetas. Su piel era pálida, sus rasgos finos, y cada detalle de su imagen gritaba fragilidad.
—¡No! Esto no puede estar pasando —exclamó, llevándose las manos al rostro, solo para confirmar que el tacto coincidía con lo que veía.
Una risa baja y siniestra llenó la habitación. Matías se giró bruscamente, buscando el origen del sonido. En una esquina oscura, una figura encapuchada emergió de las sombras, su presencia envolviendo la habitación como una amenaza silenciosa.
—Bienvenido, Matías —dijo la figura, con una voz que parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo.
—¿Quién eres? ¿Qué está pasando? —exigió, su voz oscilando entre la rabia y el terror.
La figura no respondió de inmediato. Alzó una mano huesuda, y un libro flotó entre ambos. Sus páginas comenzaron a abrirse, mostrando letras que brillaban con una luz propia.
—Esto es un castigo —dijo finalmente, con una autoridad fría y serena—. Ahora eres Lady Evangeline Blanchet, la villana de este mundo.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Matías.
—¿Qué significa eso?
—Significa que tus acciones no han sido olvidadas. Tus abusos, tus mentiras, tu desprecio... todo ha sido registrado. Este cuerpo es tu prisión y esta historia, tu sentencia.
—¡Esto es absurdo! ¡Déjame salir de aquí! —gritó, dando un paso hacia la figura.
La risa volvió, más fuerte esta vez.
—¿Salir? No hay salida. Estás aquí para pagar por tus pecados. Este libro contiene una serie de misiones que deberás cumplir. Si fallas o te niegas...
La figura levantó la cabeza, revelando dos ojos rojos brillantes bajo la capucha.
—...el infierno será tu destino.
El libro cayó a los pies de Matías, y cuando lo abrió con manos temblorosas, las palabras brillaron intensamente: