CUANDO TAEYONG SE DESPERTÓ, caía sobre él la luz de la mañana. Como no recordaba que hubiera ninguna ventana en el castillo, lo primero que pensó fue que se había quedado dormido adornando sombreros y que había soñado que se marchaba de casa. Frente a él, el fuego se había convertido en unas brasas rosadas y cenizas blancas, lo que terminó por convencerlo de que el demonio del fuego había sido un sueño. Pero sus primeros movimientos le dijeron que algunas cosas no las había soñado. Le crujieron todas las articulaciones del cuerpo.
—¡Ay! —exclamó—. ¡Me duele todo!
La voz que exclamó era un hilillo débil y cascado. Se llevó la mano nudosa a la cara y palpó las arrugas. Y entonces se dio cuenta de que había pasado todo el día anterior conmocionado. Ahora estaba muy enfadado con la Bruja del Páramo por haberle hecho aquello, terriblemente furioso.
—¡Qué es eso de entrar en las tiendas y volver vieja a la gente! —exclamó—. ¡Ya verás tú lo que le voy a hacer yo a ella!
Su rabia lo hizo ponerse de pie con una salva de crujidos y chirridos y acercarse lentamente hacia la ventana. Estaba sobre el banco de trabajo. Se quedó totalmente sorprendido al descubrir que la ventana daba a una ciudad costera. Vio una calle empinada sin pavimentar, flanqueada por casas pequeñas de aspecto pobre, y distinguió los mástiles que se erguían más allá de los tejados. Por detrás de los mástiles percibió un reflejo del mar, que nunca había visto en su vida.
—¿Pero dónde estoy? —preguntó Taeyong a la calavera que estaba sobre la mesa—. No espero que me contestes a eso, amigo mío —añadió apresuradamente al recordar que estaba en el castillo de un mago y dio media vuelta para estudiar la habitación.
Era una sala pequeña, con vigas negras y pesadas en el techo. A la luz del día vio que estaba increíblemente sucia. Las piedras del suelo estaban manchadas y grasientas, detrás de la pantalla de la chimenea se apilaba la ceniza y de las vigas colgaban polvorientas telarañas. La calavera estaba cubierta por una capa de polvo. Taeyong la limpió distraídamente al pasar a mirar la pila de lavar que estaba junto a la mesa. Le dio un escalofrío al ver el limo verde y rosa que la recubría y la baba blanquecina que goteaba de la bomba de agua. Era evidente que a Jaehyun no le importaba que sus sirvientes vivieran rodeados de mugre.
El resto del castillo tenía que estar al otro lado de alguna de las cuatro puertas negras que había en la habitación. Taeyong abrió la más cercana, junto a la mesa, que daba a un gran cuarto de baño. En algunos aspectos era un baño que normalmente solo se encontraría en un palacio, lleno de lujos como un retrete interior, una ducha, una inmensa bañera con patas de león y espejos en todas las paredes. Pero estaba incluso más sucio que la otra habitación. Taeyong se alejó asqueado del retrete, arrugó la nariz al ver el color de la bañera, retrocedió ante el moho verde que crecía en la ducha y pudo soportar el ver su imagen arrugada en los espejos porque estaban cubiertos por pegotes y churretes de sustancias innombrables. Las sustancias innombrables propiamente dichas se acumulaban sobre un estante muy grande que colgaba sobre la bañera. Estaban en tarros, cajas, tubos y en cientos de paquetitos y bolsas arrugadas de papel marrón. El tarro más grande tenía un nombre. Decía POLVOS SECANTES con letras torcidas. Cogió al azar un paquete que decía PIEL y lo volvió a colocar en su lugar. En otro ponía OJOS con la misma letra. En un tubo se leía PARA EL DETERIORO.
—Pues parece que funciona —murmuró Taeyong mirando en el lavabo con un escalofrío. El agua corrió por la loza cuando abrió un grifo que podría haber sido de cobre y se llevó algo del deterioro. Taeyong se aclaró las manos y la cara con el agua sin tocar el lavabo, pero no tuvo valor de usar los POLVOS SECANTES. Se secó el agua con los pantalones y luego fue hacia la siguiente puerta negra.
Aquella daba a un tramo de escaleras destartaladas. Taeyong oyó a alguien moverse arriba y cerró la puerta a toda prisa. Parecía que solo daba a una especie de altillo. Avanzó cojeando hasta la siguiente. Ya se movía con mayor facilidad. Era un anciano resistente, como había descubierto el día anterior.
La tercera puerta daba a un patio trasero con altos muros de ladrillo. Había un gran montón de leña y otras pilas desordenadas de trozos sueltos de hierro, ruedas, cubos, planchas de metal, cables, todo ello amontonado hasta casi sobrepasar la altura del muro. Taeyong cerró también aquella puerta, totalmente confundido, porque parecía que no encajaba con el castillo. Por encima del muro de ladrillo no se veía ningún castillo. Solo el cielo. Lo único que se le ocurrió fue que aquella parte del castillo daba a la pared invisible que lo había detenido la noche anterior.
Abrió la cuarta puerta y no era más que un armario de la limpieza, con dos capas elegantes de terciopelo, algo polvorientas, colgadas de los palos de las escobas. Taeyong volvió a cerrarla despacio. La única puerta que quedaba era la de la pared de la ventana, por la que había entrado la noche anterior. Se acercó hacia ella y la abrió con cautela.
Durante unos momentos se quedó contemplando el paisaje de las colinas que se movían lentamente, el brezo que se deslizaba por debajo de la puerta y el viento que alborotaba su pelo escaso. Podía oír el traqueteo y el roce que producían las grandes piedras negras con el movimiento del castillo. Luego cerró la puerta y fue hacia la ventana. Allí estaba de nuevo la ciudad costera. No era un cuadro. Una mujer había abierto una puerta al otro lado de la calle y estaba barriendo. Al otro lado de la casa, una vela gris se izaba sacudiendo el mástil, molestando a una bandada de gaviotas que echó a volar en círculos sobre el mar reluciente.