El cielo estaba demasiado azul. Asquerosamente azul.
Azul, límpido, sin una sola nube que pudiera reflejar el caos en mi interior. Me odiaba por cómo me peinaban. Me odiaba por cómo me perfumaban. Pero, más que nada, me odiaba por tener que sonreír ante un compromiso ridículo con un príncipe aún más ridículo, al que ni siquiera había visto en mi vida.
Desde los balcones del palacio hasta la entrada del carruaje, todo había sido un desfile de hipocresía disfrazado de seda y sonrisas falsas. Una muñeca bien vestida, lista para ser enviada como paquete diplomático al reino enemigo que toda mi joven vida me hicieron odiar.
—Ese color te hace ver más madura, alteza —comentó Clarisse, mi doncella, mientras ajustaba las cintas del vestido.
—Madura suena a fruta pasada. ¿También me veo podrida?
Ella palideció. Yo sonreí.
—Este vestido me hace parecer una empanada rellena —espeté, empujando la falda de seda azul con tanta violencia que Clarisse dio un salto hacia atrás.
—Su alteza, es el modelo que ordenó su madre —balbuceó, con esa voz temblorosa que me provocaba urticaria.
—¿Mi madre también ordenó que oliera a funeral de flores marchitas? Porque este perfume... —me acerqué para olerlo— huele a abuela muerta. Y mal embalsamada, además.
Ella no respondió. Como buena criada, sabía cuándo cerrar la boca. La compadecí. Por un segundo. Luego me giré con un bufido, ajustando la tiara de rubíes que parecía querer resbalarse con cada movimiento. Cada paso que daba era una protesta muda. Cada hebilla dorada, cada joya sobrecargada, era una cadena más.
—No me importa la paz si tengo que compartir cama con un desconocido —espeté, más para mí que para ella.
Ella no dijo nada. Por supuesto que no.
La corte me adoraba cuando callaba y sonreía.
Salí envuelta en mi indignación como si fuera una capa real. Los soldados formaban una línea tensa a cada lado, caballos resoplando, criados con la cabeza gacha. Subí al carruaje como si ascendiera a la horca. Al colocar mi pie sobre el estribo, algo blando crujió bajo mis zapatos.
La mano de un joven escudero.
—¡Ay, princesa, por favor...! —gimió él.
Yo simplemente lo miré, arqueé una ceja y solté una carcajada breve, cruel.
—Tendrás suerte si puedes volver a usar esa mano para algo útil. Como recoger estiércol.
Y subí, dejando la puerta abierta tras de mí, como si el mundo entero debiera seguirme.
El carruaje se internó en el bosque, tragado por la espesura. Afuera, los pájaros trinaban como si no supieran que transportaban a una prisionera de terciopelo. Me recosté entre cojines bordados, odiando el temblor de las ruedas y ese chirrido infernal que provocaba en mis oídos el constante movimiento.
—¿Dónde está mi vino? —pregunté al aire, sabiendo que nadie respondería.
Un instante después, el silencio se rompió.
Primero, un silbido agudo.
Después, un grito.
El carruaje se estremeció.
Flechas. Gritos. Caballos relinchando. El sonido de espadas chocando, el golpeteo hueco de cuerpos cayendo. Me asomé por la ventana justo a tiempo para ver cómo la cabeza de un soldado salía volando como una pelota mal pateada.
—¡No! —gritó Clarisse, antes de que una flecha la alcanzara en la garganta.
Su sangre caliente salpicó mi rostro y supe. Por un momento, no supe moverme. El tiempo se rompió como cristal.
Me arrojé al suelo del carruaje, rasgué el vestido con una fuerza rabiosa, intentando cubrirme con las faldas, con los cojines, con cualquier cosa que me hiciera invisible. Un chillido escapó de mi garganta, ahogado por la adrenalina. El metal resonaba afuera, el relincho de los caballos se mezclaba con los alaridos.
Y entonces la puerta se abrió.
Dos hombres, cubiertos de cuero, rostros sucios y sonrisas podridas.
—Miren lo que tenemos aquí... —dijo uno, con una voz que apestaba a dientes podridos y rencor.
—¿Y esta joyita? —dijo el otro, relamiéndose.
—La princesa está sola, eh. Hora de cobrar impuestos —se burló el otro.
Uno me sujetó de los brazos, el otro de las piernas. Pataleé. Mordí. Me revolví como un gato salvaje, pero era como una muñeca de porcelana en manos de perros.
—¡Suéltenme! ¡Soy la princesa Juniper! ¡Mi padre los colgará de los pies! ¡Soy Juniper de Delvien! ¡Soy...!
—Un premio, princesa —escupió el primero, desatando el cordón de mi vestido—. Y los premios se disfrutan.
Ellos rieron. La amenaza les supo a miel.
Uno bajó sus pantalones.
Y justo cuando sus dedos tocaron el dobladillo de mi vestido... una flecha le atravesó el cuello. Cayó con los ojos aún abiertos.
El otro ni siquiera tuvo tiempo de maldecir antes de que otra flecha le enterrara el cráneo contra el suelo.
La sangre se mezcló con el barro.
Y quedé sola. Y grité.
Y me quedé quieta.
Temblando.
El silencio regresó con la brutalidad de una bofetada.
Una figura emergió de entre los árboles como una sombra viva. Alto. Encapuchado. Con el arco todavía en mano. Botas manchadas de sangre. Ojos como brasas encendidas y una sonrisa torcida en los labios. No era un caballero. No era noble.
Intenté incorporarme. Estaba empapada en sangre, cubierta de barro, el vestido hecho jirones. Un mechón blanco me colgaba sobre la cara como si me lo hubieran arrancado a tirones.
Cuando se detuvo frente a mí, bajó la capucha.
Cabello oscuro, salvaje. Ojos dorados. Cicatriz en la barbilla. Era hermoso de un modo completamente primitivo. Como una tormenta. Como una herida abierta.
—¿Así es como las princesas de Delvien se defienden? —dijo con sorna, mirando mi vestido rasgado, mi cuerpo cubierto de sangre y barro.
Intenté mantener la dignidad. Fracasé.
—¿Quién demonios eres? —pregunté con voz temblorosa, pero digna.
Él se inclinó burlonamente.
—Ossian. Cazador. Encantado de salvar a la joya del reino... aunque, si lo hubiera sabido antes, tal vez habría dejado que te despeinaran un poco más.
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Editado: 17.04.2025