Grité.
O al menos eso creí.
La pesadilla me retuvo un instante más, clavada a mi pecho como una bestia invisible. Gritos, sangre, el crujido de huesos rotos, la cara de Clarisse convertida en un río rojo que salpicaba mi vestido de gala. Sus dedos aún temblaban cuando caía. El peso de un hombre sobre mí, sus dedos sucios, la risa, los dientes... Una flecha silbaba hacia mí. Y luego... oscuridad.
Abrí los ojos.
Me incorporé tan rápido que casi vomité, jadeando. La luz me golpeó directo en los ojos: blanca, brutal. Olía a humo, a hierba húmeda y a hierro oxidado. Estaba tirada al borde de un río, cubierta de barro seco, sangre reseca y algo que olía sospechosamente a vómito.
—Asqueroso —murmuré, al darme cuenta de que lo que olía así... era yo.
El vestido colgaba de mi cuerpo como si hubiese sido masticado y escupido por un oso. Cada músculo dolía, cada articulación crujía como si hubiese sido usada para una batalla que no recordaba del todo. Me abracé las rodillas, intentando entender.
A lo lejos, escuché el sonido del agua moviéndose con lentitud.
Y entonces lo vi.
Un hombre. Río abajo. Desnudo de cintura hacia arriba. El agua le llegaba a la cintura, resbalando por su espalda ancha, bajando por un surco de cicatrices como una pintura de guerra. Sus músculos se movían como cuerdas tensas bajo la piel dorada por el sol. Se lavaba con calma, como si no acabara de masacrar a unos hombres la noche anterior.
¿Ese cuerpo...? ¿Era como el de mis guardias?
—¿Disfrutando la vista, princesa?
Me congelé.
Me atraganté con mi propio aire. La sangre me subió a la cara como fuego. La vergüenza me golpeó como un martillazo.
Por los cielos.
—¡¿Quién demonios te crees que eres?! —escupí, alzando la barbilla como si aún estuviera en el salón del trono—. ¡Estás... estás desnudo!
—No del todo —dijo, y ahora sí giró, mostrándome una sonrisa ladeada que debería estar prohibida—. Aunque si quieres comprobarlo...
Solté un chillido de puro escándalo y me levanté como pude, tambaleante, buscando algo entre las cenizas de una fogata apagada. Una piedra, un palo, mi dignidad. Lo que fuera.
—¡Grosero! ¡Insolente! ¡Cerdo salvaje!
—Me has llamado peor en tu sueño, por cierto —dijo, saliendo del agua despacio, como una criatura sin prisa. Sin camisa, sin vergüenza. Llevaba unos pantalones oscuros empapados—. Gemías bastante. ¿Soñabas conmigo?
Le lancé una rama. Erré por mucho.
Retrocedí, furiosa. El mundo giró de nuevo.
—¿Y tú quién demonios eres? —exigí, ladeando la barbilla como si aún estuviera en el salón del trono.
—Tu salvador. Aunque con ese carácter... no estoy seguro de seguir siéndolo —replicó, secándose el cabello con una tela sucia.
—¿Eres un asesino?
—Sí —respondió, como si preguntara si quería pan. Luego se rió—. ¿Te esperabas a un caballero de armadura brillante? Porque ellos murieron.
—Estás loco —dije, y di un paso atrás.
Me giré, furiosa. Intenté huir, aunque no tenía idea de hacia dónde. Los árboles eran todos iguales, y mi tobillo gritaba con cada paso. No importaba. Necesitaba distancia. Necesitaba pensar.
Pero su voz me alcanzó como una flecha burlona.
—Esto va a ser divertido.
Corrí. La falda rasgada se enredaba en mis piernas. Las ramas arañaban mis brazos. Sentía su presencia detrás de mí, como una sombra paciente. No me alcanzaba, no aún. Estaba... disfrutándolo.
Y yo también, en parte.
Entonces tropecé.
Una raíz traicionera me hizo volar y caer de bruces en la tierra. El tobillo estalló en dolor. Quise gritar, pero lo único que salió fue un gemido ridículo.
En menos de un segundo, sus brazos me levantaron como si fuera un saco de harina.
—¡Suéltame! ¡Te juro por los dioses que...!
—Sí, sí. Princesa, grita todo lo que quieras. Pero primero...
Y sin más, me lanzó al río.
El agua helada me arrancó un alarido. Salí a la superficie pataleando, escupiendo y aullando como una fiera atrapada.
—¡¿Estás loco?! —grité, emergiendo como una furia mojada—. ¡Te voy a matar! ¡Con mis propias manos!
—A nadie le gusta una princesa llena de sangre y barro. Ten un poco de dignidad —rió él desde la orilla.
Emergí hecha una furia. Lo intenté golpear. Resbalé. Me sujetó del brazo y me arrastró de vuelta a tierra. Él ya tenía una tela sucia en la mano y una botella de algo que olía a infierno.
—Si me vuelves a tocar...
—Muy tarde.
Me sujetó el pie sin cuidado. Vertió el líquido. Grité. Fue como verter fuego líquido sobre mi piel.
—¡Eso arde como el infierno!
—Tu tobillo parece un melón aplastado, y no voy a cargar a una inútil en llanto.
—¡¿Inútil?!
Reprimí otro gemido.
—Es alcohol. El infierno viene después si no lo usas —dijo, y comenzó a envolver el tobillo con tiras de tela. Sus manos eran firmes, precisas. No había dulzura en ellas, solo eficiencia.
—¡Eres un salvaje sin corazón!
—Y tú, una princesa menos apestosa —replicó, mientras me vendaba con manos ásperas.
Me quedé en silencio.
Él me miró.
Yo también.
—¿Vas a llorar? —se atrevió a burlarse otra vez.
—No —respondí.
—Lástima.
No sabía si quería matarlo o agradecerle.
Probablemente ambas cosas.
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Editado: 17.04.2025