El cazador y la princesa.

Capítulo 3

El bosque no tenía piedad. Ni por princesas cojas ni por hombres malhumorados con nombre de cerveza amarga.

Yo cojeo. Él camina. Y, de vez en cuando, me levanta como si fuera un saco de harina con corona. Horrible.

—¿Qué parte de "no me toques" no entiendes? —gruño, colgando sobre su hombro como un maldito trofeo de caza.

—La parte en la que nos retrasas —Ossian resopla—. Deja de arrastrar ese pie como un gato mojado, y quizá te lleve con más elegancia.

—¡Esto es indigno! ¡Soy la princesa Juniper! ¡Heredera del Reino! ¡Única hija del gran Rey Kai!

—Y también pareces un algodón gigante, ¿te lo han dicho? ¿Cuántos nombres más me vas a tirar antes de admitir que pesas más de lo que aparentas?

—¡¿Qué dijiste?! —le di un puñetazo en la espalda, sin efecto alguno. Él solo se rió. Ese sonido grave y burlón que me revolvía el estómago.

Cuando me bajó, no fue con ternura. Lo hizo con brusquedad, justo cuando empezaba a anochecer. Pero al siguiente paso en que me quejé, suspiró, murmuró algo que sonó como "niña mimada de porquería", y me recogió otra vez, esta vez en brazos.

Esta vez, con delicadeza.

—¿Y por qué tú? —pregunté de pronto.

—¿Por qué yo qué?

—¿Por qué me salvaste? ¿Te contrataron? ¿Eres un cazarrecompensas? ¿Un bandido redimido? ¿O solo un idiota con complejo de héroe?

—Qué raro. Pensé que te habías quedado sin aire de tanto hablar de tus vestidos.

—¡Eres insoportable!

—Y tú: insoportable, coja y muy difícil de ignorar. Felicidades, princesa. Tienes talento.

Y para que no quedáramos en un incómodo silencio, hablé.

Hablé para no pensar.

Sobre el gran salón de mi castillo, donde el mármol reflejaba mi corona.

Sobre los desfiles donde sonreía sin ganas.

De mi primer baile.

Del día en que me pusieron la tiara por primera vez.

De cómo mi madre mandó callar mis lágrimas en público.

Sobre la Duquesa Roquilia y su hijo, con el que me propusieron como esposa a los seis años, y de los cuales solo he escuchado terribles rumores.

Ossian no decía mucho. Lanzaba frases mordaces, sí, pero... ya no me ignoraba. Me escuchaba. O al menos fingía bien.

Y eso, por absurdo que fuera, me gustaba.

La noche cayó como una manta húmeda. Hacía frío, el tipo de frío que se mete en los huesos y susurra fiebre.

Estaba agotada. Mi tobillo palpitaba con un calor que no era natural. Temblaba. Y la garganta me raspaba al tragar.

Despierto apenas. Recuerdo el fuego, su silueta inclinada sobre mí, una mano áspera acomodando mi cabello pegado al rostro.

—Fiebre —murmuró.

Ossian está junto a mí, cambiando los vendajes, cubriéndome con su capa, tocando mi frente... Murmuraba maldiciones mientras trabajaba. Ardía. Todo ardía.

Y entonces... hablé.

Sin saber que hablaba.

—No quería... ser así —mi voz parecía venir de otro lugar—. Tú no sabes lo que es no poder ser niña... ellos esperaban una reina. Yo solo quería ser una niña.

Un silencio.

Un suspiro muy cerca.

—A mí nadie me dejó llorar —susurró—. Mi madre nunca me miró igual después de que lloré en público. Tenía cinco años... y me gritó frente a todo el consejo.

La fiebre apretaba mi pecho. Las palabras salían sin filtros, sin realeza.

Él me cubre con más cuidado que antes.

No responde.

No ríe.

Solo está allí.

Despierto con la garganta reseca, la fiebre bajando y la cara húmeda. No sabía si por sudor o por lágrimas.

La capa aún me cubría.

Mi tobillo, vendado con más cuidado que antes.

Y él, al otro lado del fuego, con la espalda apoyada en un tronco, afilando una flecha.

No dijo nada.

Yo tampoco.

Pero algo, en ese espacio entre las brasas y los silencios, había empezado a cambiar.

—Tu pie ya no parece una berenjena —dice al fin, sin mirarme.

—Y tú sigues pareciendo un salvaje.




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