—¡Qué exquisito color! —exclamé, alzando la baya entre mis dedos, redonda y brillante.
Pero no llegué a probarla.
—¡Escúpela! —bramó Ossian, arrancándomela de las manos.
La baya rodó por el suelo antes de alcanzar mis labios.
—¿Eres estúpida o suicida? —gruñó, acercándose tanto que podía contar las pecas sobre su nariz.
—¡Quita tus manos sucias, salvaje!
—Eso era belladona, princesa —dijo, fulminándome con la mirada—. Sangrarías por los ojos antes de soltar tu último suspiro.
Tragué saliva. No por miedo a morir, sino por el calor que su cercanía me provocaba. Estúpido y sucio, pero con un olor a leña y tierra que me mareaba.
Le sostuve la mirada, aunque me temblaba la rodilla. La sangre me había bajado de golpe. Belladona. Mi garganta sintió el sabor agrio de un fantasma que no alcancé a tragar.
—Pues qué terrible pérdida habría sido. ¿Quién te gritaría en el camino y haría tu vida miserable?
—Tienes razón. Imagina qué aburrido sería sin tus quejas sobre el barro y los árboles que no te saludan.
Seguimos andando. El tobillo torcido ya casi no dolía, pero aproveché cada piedra para quejarme. Solo por el gusto de verlo resoplar... y por la flojera de caminar.
Llegamos a la aldea con barro hasta los tobillos y la dignidad por el suelo. Ossian parecía disfrutar la miseria: caballos por todas partes, borrachos tambaleándose, música desafinada saliendo de una taberna que parecía a punto de colapsar.
Mientras él desaparecía entre la muchedumbre que olía a cerveza y sudor seco, descubrí una lavandera que colgaba un vestido azul con bordados dorados. Bellísimo. Y completamente mío en cuanto ella se giró.
—Eso no es muy refinado ni real de su parte, alteza —dijo Ossian, mientras yo me ajustaba el escote frente al reflejo de un barril.
—Calla. Parezco una princesa otra vez. O al menos una noble con un mínimo de gusto.
Él rodó los ojos y se perdió entre las mesas del bar.
Adentro, la taberna parecía más bien una cueva de lobos. La cerveza fluía como ríos en primavera. Hombres gritaban sobre dados y deudas, mientras una mujer escupía en los vasos antes de llenarlos. Ossian se integró como si hubiera nacido entre peleas y vasos rotos.
Apostó, rió, golpeó un par de mentones y terminó con una ceja partida y la risa floja, rodeado de tipos que lo jalaban del brazo como si fuera un viejo camarada.
Yo, desde la esquina, lo miraba.
—¿Sabes pelear, cazador? —le dijo uno.
—¿Sabes perder, campesino?
Terminaron abrazados y cantando una canción vulgar sobre una mujer con tres maridos.
Y yo, observando desde la sombra, me reí.
—Tu cara está hinchada —le dije cuando salió tambaleándose.
—Y la tuya muy bonita para ser tan estirada y reprimida.
Golpeé la mesa con toda la ofensa posible.
—¡No estoy reprimida!
Él me miró de arriba a abajo.
—¿Eres virgen, princesa?
No respondí.
Y eso lo tomó como una victoria.
—Ahí tienes —se jactó, empinándose la cerveza.
Esa noche, con un caballo robado y la lluvia azotando el techo como tambores de guerra, nos refugiamos en el desván de un granero olvidado.
La paja me pinchaba la espalda mientras él intentaba hacer fuego.
—Tu ojo se está poniendo del color de una ciruela.
—Y tú, con ese vestido, pareces una estafadora de alta sociedad, mi lady.
La risa murió despacio.
—¿Qué harías si mañana muriera? —pregunté.
—Celebrar —respondió sin dudar—. Menos drama en mi día.
Reí. Lo miré de lado. Bajo la poca luz, su rostro parecía tallado en piedra, con grietas de guerras que no quería contar.
—¿Y si te dijera que nunca he hecho nada que realmente haya querido?
Él me miró por fin.
Me acerqué. Primero con descaro. Luego con miedo. Luego con decisión.
—Quédate —susurré. Le tomé la mano. Me temblaban los dedos, pero no me aparté.
Él no respondió. Lo miré a los ojos. Sus pupilas eran sombras dilatadas, tensas.
—Van a entregarme como si fuera una moneda —susurré, la voz quebrada, el alma colgando de cada sílaba—. Quiero que, antes de eso, alguien me quiera... o por lo menos, finja hacerlo.
Él tragó saliva. Pude verlo, incluso en la penumbra. Se giró, como si buscara una salida que no existía, una excusa para no caer en mí, pero lo detuve. Le tomé el rostro con ambas manos. Su respiración se volvió más pesada. Sus ojos bajaron, no a mis labios.
—¿Sabes lo que me harían si entrego a una princesa sin pureza? —cuestionó.
Le tomé la mano y la puse en mi pecho.
—Por favor. Prefiero que mi primera vez sea con alguien que me haga latir el corazón. Que conozca... a un hombre que me han criado para odiar.
—Juniper...
Su nombre escapó de mis labios como una plegaria.
—Por favor, Ossian.
Su mirada ardía. Y cuando por fin me besó, no hubo timidez ni torpeza. Solo hambre. Solo deseo contenido, acumulado en días de miradas que ardían demasiado, en gestos que se rozaban apenas.
Sus manos buscaron mi cintura. Las mías, su espalda curtida por la vida. Nos tumbamos sobre el heno sin pensar en el mundo más allá del granero.
Me desnudó como si cada prenda fuera una armadura vencida. Yo recorrí su piel con la urgencia de quien se lanza al fuego sabiendo que va a arder.
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Editado: 17.04.2025