El cazador y la princesa.

Capítulo 5

El alba despuntó sin gloria, teñida de un gris pálido que se arrastraba por los campos como una niebla cansada. El caballo trotaba sin prisa, como si supiera que cada paso nos acercaba al final de algo que no queríamos nombrar.

Yo iba montada justo detrás de Ossian, mis brazos rodeando su torso con más fuerza de la necesaria. Quería memorizar el calor que irradiaba su cuerpo, la manera en que su espalda subía y bajaba al respirar.

Él no dijo nada, pero una de sus manos se deslizó por un segundo sobre la mía. Solo un segundo. Como si reconociera lo que ninguno de los dos se atrevía a decir.

El paisaje se volvió más árido. Los árboles perdieron sus hojas. Los pájaros dejaron de cantar. Y entonces, a lo lejos, el castillo apareció.

No como un hogar, sino como una celda. Frío. Oscuro. Elevado sobre la colina como un monstruo de piedra y humo.

Ossian aflojó las riendas sin darse cuenta. Su espalda se tensó. El caballo relinchó suavemente. Un suspiro se le escapó como una confesión.

—Ahí lo tienes, princesa —murmuró. Su voz ya no sonaba como una burla.

Nos recibieron los guardias, acero en la mano y ojos sin alma. Nos rodearon como perros que olfateaban carne noble.

Ossian desmontó primero. Me ayudó a bajar sin mirarme. Aún podía sentir sus dedos en mi cintura. Pero no duraron. Me soltó como si al hacerlo pudiera arrancarme de su pecho.

—La princesa está viva —anunció.

Un murmullo de sorpresa. Uno de los capitanes se acercó, revisó mi rostro como si fuera un saco de oro.

—El príncipe estará complacido.

Ossian recibió su pago en una bolsa de cuero pesada. El sonido de las monedas me resultó ofensivo. Me dieron ganas de escupirlas.

Y entonces lo vi.

Mi prometido.

El príncipe. Alto. Hermoso como una estatua en un mausoleo. Cada rasgo tallado a la perfección... y, sin embargo, sin vida. Sus ojos eran dos pozos sin fondo. Ni odio. Ni amor. Solo cálculo. Sin alma.

—Está menos sucia de lo que esperaba —dijo. Su voz era dulce como un veneno.

Tomó mi brazo como si fuera un trofeo. Me apretó. No como Ossian, que me sostuvo cuando me caí.

No dije nada. No lloré. Tragué las lágrimas, hasta que ya no doliesen.

Ossian no me miró. Yo tampoco lo busqué.

El príncipe, en su generosidad, le ofreció a mi cazador una última noche en el palacio. Solo una. Antes del amanecer, debía desaparecer. Como un sirviente, no como un héroe.

Pero él no se quejó. Aceptó.

Me escapé de los aposentos apenas el reloj marcó la hora de los muertos. Busqué su sombra entre pasillos silenciosos, corredores de piedra que no me querían, hasta encontrarlo en las caballerizas, acariciando el lomo de su caballo, preparándolo para la huida antes del alba.

Estaba de espaldas, pero supo que era yo.

—¿Te vas? —pregunté, sin aliento.

Él asintió, sin volverse.

—¿Vienes a despedirte?

Caminé hacia él. Me temblaban las manos, pero no me detuve.

—¿Y si te llamo? —dije, una súplica escondida tras la voz temblorosa—. ¿Si grito tu nombre cuando ya no pueda más? ¿Vendrás?

Me miró entonces. Sus ojos eran fuego apagado.

—Si logro librarme de todo esto, del príncipe, del compromiso... ¿volverías por mí?

No respondió. En cambio, sacó algo de su cinturón: una pequeña daga, elegante, de empuñadura negra. Me la entregó.

Era hermosa. Corta, discreta, afilada.

—No grites. No des aviso. Si alguna vez te sientes en peligro al lado de ese cretino, clava esto donde nadie mire —susurró—. Pero no vendré.

—¿Por qué?

—Porque si vuelvo... no podré dejarte otra vez.

Mis ojos ardieron. Le tomé la mano, la llevé a mi mejilla. Con la daga en la mano y el corazón en la garganta.

Y él... se fue sin mirar atrás.

No tenía corona, pero cada palabra suya gobernaba mi pecho como un reino entero.




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