El cazador y la princesa.

Epilogo.

La primavera floreció a la fuerza.

No olía a flores.

Olía a entierro.

Mandaron cortar mil flores, aunque el reino apenas despertaba del invierno. Era importante, dijeron, que mi boda fuera recordada. Como si el amor pudiera nacer de capullos arrancados del suelo.

Las campanas repicaban en lo alto, como si celebraran una victoria que no me pertenecía. Caminé por el pasillo cubierto de pétalos blancos, con la mirada fija en el altar...

Vestía de blanco. Un blanco que no significaba pureza, sino la rendición de mi reina dando paso a la alianza. La tela era pesada, tejida con promesas que jamás me hicieron. La corona en mi frente era de hierro frío, más pesada que cualquier castigo.

Los sirvientes murmuraban que parecía un ángel.

Yo no dije nada.

¿Qué hace un ángel cuando sabe que va al sacrificio?

Avancé por el pasillo del gran templo con la cabeza alta y el corazón roto. Mi sonrisa era perfecta, pero no llegaba a mis ojos. Cada paso resonaba como el final de un cuento... el mío.

—Te ves... comestible, princesa —susurró con voz de terciopelo sucio mientras tomaba mi mano enguantada.

Sonrió.

Como un lobo antes de romper el cuello del cordero.

Mis dedos se cerraron con fuerza en su antebrazo, no por amor, sino por rabia contenida. Pensé en el bosque, en la sangre, en las noches sin estrellas. Pensé en Ossian. En su daga, aún escondida en mi muslo.

La ceremonia fue breve. Fría.

Como todo en este castillo.

Juramos lealtad con las manos unidas y los ojos en la nada. Me besó frente a todos y quise limpiarme la boca. Pero no lo hice.

Mi cuerpo era suyo.

Mi nombre, ahora también.

El "sí" lo dije como quien lanza una moneda al pozo.

Los aplausos llegaron como latigazos. La gente sonreía. Nadie vio mis dedos temblar. Nadie notó cómo miraba entre la multitud, esperando un milagro.

Esperando a él.

A mi milagro.

Pero Ossian no estaba.

Ni su sombra.

Solo el eco de sus palabras:

"No vendré."

El banquete era grotescamente espléndido. Copas talladas, carnes bañadas en especias exóticas, vino dulce como el pecado. Yo reía cuando debía reír. Asentía cuando debía asentir. Era la imagen de una princesa feliz.

Hasta que el príncipe alzó su copa.

—A mi reina —dijo, tomándome del mentón—. Mi bien más preciado.

Forcé una sonrisa. Lo miré con dulzura. Puse mi mano sobre la suya.

Y lo dejé beber.

El primer sorbo pasó sin consecuencias. El segundo también.

Pero el tercero...

Ah, el tercero.

El color abandonó su rostro y la copa cayó con un estruendo. Tosió. Tosió de nuevo, con los ojos muy abiertos. Sus labios se pusieron morados en segundos. Trató de hablar, pero solo escupió sangre sobre el mantel de lino.

—¿Qué...?

Ni siquiera pudo terminar.

Se levantó tambaleante y se desplomó sobre la mesa, arrastrando copas, platos, candelabros.

Y luego... el caos.

—¡El rey! —gritaron.

—¡Llamen a los médicos!

—¡El rey! ¡El rey está muriendo!

Yo me levanté, con los ojos brillosos, y me acerqué hacia él. Me arrodillé a su lado, fingiendo desesperación.

—¡Mi amor! ¡No! ¿Qué está pasando? ¡Que alguien lo ayude!

Grité como si el mundo se acabara.

Grité tan bien, que una anciana lloró al verme.

El obispo bendijo su alma.

Me manché de su sangre. Dejé que todos lo vieran. Mi vestido blanco, arruinado. Mis lágrimas, cayendo perfectas por mis mejillas.

Él murió con la mirada clavada en mí.

Quizás entendió, en el último momento.

Quizás no.

No importa.

Yo ya no era suya.

era una reina viuda a tan temprana edad.

La pobre princesa, obligada a casarse.

La muchacha que había sobrevivido al bosque, a la caza, al destino.

Y ahora esto.

—No descansaré —jure, con voz rota frente al trono y la corte— hasta encontrar al culpable de esta tragedia.

Mis manos temblaban al apretarlas contra mi pecho. Pero no por miedo.

Sino porque aún sentía el peso de la daga, cosida en el forro interno de mi vestido.

La misma daga que él me dio.

La misma que guardaba el veneno de unas bayas del bosque dentro de su empuñadura.




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