El cementerio de las ideas

El cementerio de las ideas

Caminé por un desierto, perdido en la desesperación. No había nada a mi alrededor, solo soledad. Ante mí, solo se alzaban dunas hasta el infinito. Subí y bajé muchas de ellas hasta que un faro se perfiló en el horizonte.
¿Un faro? ¿Qué hacía un faro en mitad del desierto? ¿Quizás tras él estuviera el mar? ¿Quizás una ciudad?

Aceleré mi marcha hacia esa torre, pero cuanto más me acercaba, más dunas aparecían tras ella. Avancé y avancé, deseando encontrar en el faro a alguien. No cabía otra esperanza en mí que hallar un alma allí. Todo lo demás era solo desierto.

Cuando por fin mis pasos me llevaron hasta él, lo observé maravillado. Era una inmensa torre de piedra, y en lo alto, una gran hoguera ardía. Rodeé la mole y descubrí que solo había una puerta: una enorme y pesada puerta de madera. Años de lucha contra el viento y la arena le habían pasado factura. Estaba desgastada; el barniz, destruido; algunas astillas, caídas.

Miré el tirador de acero: una gran bola de hierro negro. Sí, hierro negro. Aun estando erosionado por el aire, el sol y la arena, conservaba su color oscuro. No brillaba, pero su tacto frío era inconfundiblemente metálico. Tiré de él, y la puerta se abrió chirriando, como si la misma muerte la arrancara de su letargo.

La más absoluta oscuridad me recibió al entrar. Solo había una escalera que descendía hacia el interior de la tierra, perdiéndose en la negrura. Comencé a bajar. La oscuridad me envolvía. Coloqué mi mano en la fría pared de piedra para no tropezar.

Tras una eternidad descendiendo, choqué contra una estructura de madera. La palpé: era una puerta. Otro tirador de metal la acompañaba. Esta vez no chirrió, pero tuve que empujar con todo mi cuerpo para abrirla.

Ante mí se abrió otro desierto, pero esta vez hecho de libros y hojas. Me agaché y recogí uno de los escritos. Con gran sorpresa, era una de mis novelas inacabadas.

Avancé entre los montones de hojas y cubiertas como un náufrago en la marea de su propio olvido.
Había libros rotos, sin título, sin autor. Algunos comenzaban con frases potentes, pero no pasaban de la tercera página. Otros estaban escritos al revés. Uno, incluso, se reescribía solo cada vez que parpadeaba.

Cada paso removía ideas muertas, argumentos inconclusos, personajes que nunca conocieron final.
Y en medio del silencio, una voz crujiente —como hojas secas al viento— murmuró:

—Tarde o temprano, todos llegan. Bienvenido al Cementerio de las Ideas.

Me giré, y allí estaba:
Un cuervo posado sobre una pila de novelas sin terminar. Me miraba con un ojo blanco y otro negro, como si viera tanto el principio como el final de todas las cosas.

—¿Quién eres? —pregunté.

—¿Quién eras tú? —respondió el cuervo. Y luego repitió la frase al revés—: ¿út sare neiuQ?

—¿Cómo salgo? —pregunté. El faro había desaparecido, y allí solo estábamos el cuervo y las historias inconclusas.

—¿Cómo sales tú? ¿út selas omóC? sairotsiH sal ed anu odnatelpmoC.

Esta vez había dicho algo más, pero no logré entenderlo.

—sairotsiH sal ed anu odnatelpmoC —repitió, y picoteó una historia.

Me acerqué a él y miré el texto. Era una de mis últimas ideas descartadas. A sus pies, se materializó un tintero, y una de sus plumas cayó junto a él.

—¿Debo escribir?

—¿Debes escribir tú? ¿út ribircse sebed? —parpadeó un momento, desplegó sus alas y añadió—: Sí.

Me senté sobre una pila de libros y papeles, y una mesa se materializó ante mí. Comencé a leer lo escrito y, cuando llegué a la última palabra, tomé la pluma y la mojé en el tintero.

Mis manos volaron sobre el papel. Solo me detenía para mojar la pluma. Al cabo de unas horas, días, semanas... quizás meses, mi trabajo estaba terminado.

Leí de nuevo toda la obra y, al llegar al final, me sentí completo. El sueño me venció, y caí sobre la mesa.

Cuando abrí los ojos, estaba frente al ordenador. La luz del monitor bañaba el despacho, y en él se encontraba mi obra, la misma que había escrito en el desierto de las palabras olvidadas.

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