El Censo Incompleto

El comienzo del Final

Bolígrafo verde, bolígrafo rojo. Sonaba fácil, pensé mientras miraba nuevamente las indicaciones del cuestionario. Debía tomar la encuesta para el censo en otras treinta casas, pero mis ánimos empezaban a desplomarse: el sol quemaba y la ausencia pronunciada de árboles no auguraba nada bueno, ya que apenas se asomaba alguna casa a la vista después de mucho andar. Sumado a esto, la actitud de la gente no era muy amigable, lo que entorpecía aún más la labor.

La sed ya comenzaba a acompañarme, pero era algo asumible; al final, era un precio a pagar por la oportunidad de conocer este sector tan alejado de la ciudad y con ello alimentar un poco ese espíritu aventurero que todos llevamos dentro. A la distancia logré ver esa casa. Era amplia y destilaba un ambiente de gloria pasada. Curiosamente, no aparecía en la lista de los últimos censos; habría que ser muy desatento para dejar pasar un lugar así. Lucía impecable, como si el tiempo la hubiera olvidado.

Después de saludar a la única habitante, una señora de movimientos fluidos y sonrisa cordial pero demasiado fija, le pedí un vaso con agua. Su mano, al entregármelo, estaba fría y seca como papel antiguo. Ella accedió con modestia e incluso me invitó a compartir el almuerzo. Así que, tras aceptar y degustar el arroz con legumbres, la felicité por la comida, a lo que contestó con una jovial expresión:

—Siempre dicen lo mismo, al final se quedan sin aliento. Debo estar mejorando en la cocina. Es cuestión de práctica, ya llevo tantos comensales. Por eso es que todos vuelven, a pesar de la distancia, y es un alivio porque siempre me hace falta compañía. El contacto con los demás es lo que nos mantiene vivos, ¿no le parece?

En el fondo me dieron pena sus palabras; era su manera de convivir con la soledad, así que me dispuse, por cortesía, a encargarme de lavar mi plato. Sin embargo, me llamó la atención un detalle: había compartido la mesa conmigo y decía ser la única en la casa, pero ya había un plato esperando a ser lavado. Quizás ya había comido y no quiso dejarme solo en la mesa, así que optó por repetir su ración, aunque por su aspecto no parecía alguien con un apetito tan voraz.

Como la señora seguía comiendo en la otra habitación, pude dar rienda suelta a mi curiosidad, especialmente por el inmenso cuchillo que adornaba la cocina, yacía apartado de los demás elementos, como si fuera especial, al fondo logré distinguir unas fotografías colgadas en las paredes —en una aparecía un hombre joven rezando de rodillas—. Un poco tétrico por el desgaste que presentaba, pero nada fuera de lo normal considerando la edad de la anfitriona. Los detalles no acumulaban en sí mismos demasiada importancia, a excepción de la pila de medicamentos que se encontraban encima del congelador, cubiertos de un delicado polvo gris: algunos para el dolor y otros para dormir; pero todos estaban caducados con bastante antelación. Ahí me detuve y preferí volver al comedor para comenzar con la encuesta.

Pasando de la trivialidad, mi intención era avanzar a la página sobre salud. Después de intentar convencerme de que su vitalidad seguía intacta a pesar de los años, llegó el momento de preguntar sobre enfermedades crónicas y medicación. Fue entonces cuando su semblante cambió.

—Ya le dije que estoy en perfectas condiciones. No tomo ningún medicamento para vivir —dijo, con un tono más grave y clavando sus ojos en los míos.

A partir de ese momento, sus respuestas fueron más breves, por lo que decidí, para intentar encauzar la situación, hacerle un comentario halagador sobre su extenso patio. Respondió que, si mi intención era comprarle la casa, no estaba a la venta bajo ninguna circunstancia y que mejor me fuera. Ni siquiera pude terminar las preguntas, por lo que me vi en la necesidad de completar algunos espacios en blanco. Finalmente, me percaté de que la primera pregunta sobre la cantidad de habitantes en la casa seguía sin completarse. No era indispensable, pero algo me llamó la atención: ¿por qué el cambio tan drástico al mencionar su patio?

Me adentré en la maleza contigua a la casa, porque no podía irme sin ver cuál era el motivo del escándalo. Quizás había robado muchos medicamentos y los almacenaba allí para venderlos; como no hay un hospital en decenas de kilómetros, ese sería un negocio fructífero. Al despejar un poco la vista, el bolígrafo que sostenía en la mano cayó de la impresión. Había una jaula enorme con una persona de rodillas dentro de ella, pero oculta en la parte más oscura de su celda. No podía distinguir su rostro, pero parecía estar a punto de quedarse dormido. Al verme, quedó exaltado; se estrelló violentamente contra los límites de la estructura, extendiendo los brazos, intentando alcanzarme, y cuando hizo el ademán de vocalizar, di vuelta sobre mis pasos y, pensando en voz alta, exclamé:

—¿Ahora qué hago?

—Nada —se escuchó detrás de mí—. No hará nada, nunca sale bien, se lo aseguro. Y recuerde, soy la única que vive en este lugar, ¿verdad?

Sentenció la mujer, sosteniendo el afilado cuchillo que me había extrañado antes y que ahora se movía apuntando hacia mí. Sus pasos se enterraban con el eco y su expresión se clavaba oprimiendo mi pecho; sin embargo, logré tranquilizarla. Su mirada me siguió hasta que me alejé lo suficiente como para que su silueta fuera apenas reconocible. Me comprometí a dejar en claro que solo ella vivía allí, y eso me permitió irme por mis propios medios. La incomodidad seguía presente como un nuevo pasajero en mi auto.

Después de aquel día estuve intranquilo. No se lo conté a nadie. Terminé la cantidad requerida de encuestas, omitiendo por completo ese lugar, y no volví a pisar ese páramo. Sin embargo, el silencio que rodeaba el asunto me carcomía por dentro.

Mis sueños me trasladaban siempre a ese lugar: era yo el enjaulado, pero también me veía a mí mismo retrocediendo y dejándome a mi suerte en aquel precario encierro. En mi cabeza yacía encerrada la duda sobre el destino de ese sujeto. ¿Habrá sobrevivido? ¿Qué hacía ahí?



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En el texto hay: suspenso, terror, horror rural

Editado: 01.12.2025

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