Si se lo hubiesen preguntado años atrás se habría reído de la idea, aquello nunca debía pasar, no cuando todo iba tan perfecto. Pero ella siempre lo supo. Lo soñó noche tras noche todo el tiempo que estuvo a su lado, aquellos sueños en aquel salón blanco la atormentaban por sin falta y solía despertar sudando frío y con la presión alta, pero él siempre la ayudaba a calmarse, pero cuando todo acabó supo que sus sueños dejarían de ser solo sueños y se volverían reales.
Los recuerdos eran tan dolorosos que se sentía de la misma forma en la que podían sentirse las cadenas de púas que la rasgaban la piel de los pies y las muñecas, cortes pequeños, pero tan profundos y bruscos que después de cierto tiempo de sentirlos podían lograr que cualquiera perdiera el conocimiento, o que el más débil muriera.
Definitivamente no esperaba terminar en aquel quirófano tan blanco que debido a la luz cegadora nunca lograría descubrir con exactitud cuáles eran los implementos que usarían con ella en ese momento, pero los sabía porque se lo habían dicho. Por eso estaba ahí. La máquina la ayudaría a olvidarse de todo lo que había pasado en el último año, de su intento desesperado de obtener de nuevo la atención de su amante, de su humillación pública, de su fracaso como escritor y de su fracaso como actriz de teatro. Era perfecto.
Había escuchado hablar sobre la máquina de la memoria por primera vez de boca de una conocida, en el teatro. O eso era lo que recordaba. No fue a ella a quien se lo había dicho, en realidad había escuchado la conversación a escondidas y por pura casualidad mientras iba a buscar su botella de agua. Anarella le comentaba a Susanna que había estado lejos porque había estado en un centro que la ayudó a superar su adicción por el tabaco, aunque no lo consideraba como un centro de rehabilitación como todos los demás, lo llamó "el centro de regresión" y argumentó que la habían llevado al punto de inicio de su adicción y ahora ya no estaba para nada interesada en fumar un cigarrillo, nunca más.
Era perfecto. Era lo que Andrómeda necesitaba para olvidar todo. Volver al inicio de una relación que la había destrozado desde los cimientos del interior de su ser, su ahora mísero ser. De inmediato dejó todo y tomó un taxi que la dejó afuera de la villa alejada de la ciudad, se registró y aceptó todos los términos y condiciones que le ponía el centro antes de entrar como paciente.
Paciente. Vaya mentira. La palabra correcta era experimento. El experimento número 11 del lote 101. Después de tanto tiempo, de perder su dignidad, de sentirse unida al dolor, de sentir que su alma ya no habitaba su cuerpo y su ser había muerto con aquella ruptura, tanto de la relación como de ella misma, el dolor causado por todas las sesiones ya no era algo que la preocupara.
La máquina tenía una función bastante sencilla. Era práctica. Conectaban algunos cables a su cerebro, a los costados de su cráneo donde ahora no tenía cabello y unas pequeñas vías permanecían abiertas para facilitar la entrada de los cables. Lo peor podrían ser las descargas eléctricas, pero la máquina cumplía su función a la perfección, hacía olvidar las cosas que ya no necesitaba recordar y la hacía sentir más liviana mentalmente.
O eso le aseguran los doctores.
— Buen día, señorita. Un placer saludarla. Mi nombre es Andrés Gómez, será su doctor en este tratamiento. — le indico un hombre, quizá tendrían la misma edad, su cabello era rubio oscuro y sus ojos avellana eran preciosos.
Andrómeda le dio la mano y se sentó en la silla donde él le señaló.
— El placer es mío. Me han dicho que lo que hacen aquí es casi magia. — comentó ella, con una sonrisa en el rostro, las manos las tenía frías y húmedas, estaba nerviosa.
— Eso dicen. Espero podamos ayudarla. Primero, debe leer el manual. — indicó el doctor, dejando los documentos sobre el escritorio, bastante cerca de ella. — Le daré un momento para que lo medite.
Antes de salir ella volvió a sonreírle, el doctor Gómez supo que algo no iba bien con ella, había algo en sus ojos que no mostraban la seguridad que necesitaba. Salió del consultorio y se dirigió al salón donde sus colegas lo esperaban, dos de ellos conversaban mientras el otro estaba muy atento en la puerta esperando su regreso. Él cerró la puerta detrás de sí, mantuvo sus manos unidas detrás de su cuerpo y luego hizo con la boca una mueca de desilusión.
— Es la cuarta vez que firma ese contrato. — señaló uno de ellos, su mejor amigo y con quien había iniciado el proyecto. — Si seguimos con esto, morirá.
Andrés se encogió de hombros caminando a tomar un café.
— ¿Te reconoce? — le preguntó otro, esta vez había sido la jefa de enfermería, quien conocía la historia de memoria.
Andrés negó con la cabeza.
— Entonces, ¿Qué está mal? ¿Por qué tu ex novia sigue regresando a borrar sus recuerdos si no logra saber quién eres?
— Su alma aún recuerda. Por eso sigue viniendo aquí. Nunca lograremos hacer que su memoria se borre, ni con la máquina más avanzada de todas. — concluyó él, desilusionado.
Nada de esto habría pasado si él no hubiera insistido en borrar por primera vez su memoria, cuando aún eran novios y en cambiar sus recuerdos y terminar con ella. Era un experimento de una máquina que pretendía ayudar a otras personas, pero que nunca había logrado ayudarla, ni a ella, ni a quien la había creado.