Gema
La invitación había sido una sorpresa. No de parte de Hugo, mi mejor amigo, que parecía vivir en una nebulosa desde que el fútbol ocupaba cada uno de sus pensamientos, sino de su madre. La voz cálida y melodiosa de la señora Vega al otro lado del teléfono era un contraste tan abrupto con el silencio de mi propia casa que casi me descoloca.
-Gema, cariño, es el cumpleaños de Roberto y queremos celebrarlo con una cena familiar. Es una sorpresa para él, será en dos semanas y como eres parte de esta familia, queremos que estés aquí.-había dicho.
Familia. La palabra resonó en el vacío del salón de mi casa, tan grande, tan limpia, tan deshabitada. Mis padres, otros millonarios en la misma escala de riqueza que los Vega, celebraban la vida acumulando sellos en sus pasaportes, no alrededor de una mesa. Su concepto de unión familiar era una llamada de Zoom en Navidad o un audio de voz. Los Vega, en cambio, a pesar de su fortuna y su imponente casa, vivían apilados los unos sobre los otros, riendo, discutiendo, existiendo bajo el mismo techo. Valoraban el ruido de la compañía sobre el silencio de la soledad comprada. Esa diferencia, esa punzada de envidia sana, fue la que me hizo aceptar y la que me llevó a esmerarme tanto esta noche.
Me vestí con un vestido negro de seda, sencillo pero elegante, que me ceñía hasta las rodillas para luego caer en un vuelo suave. Me maquillé con cuidado, resaltando los ojos, añadiendo un toque de carmín a mis labios. No iba a una fiesta de adolescentes, iba a una reunión de gente importante, de amigos de los Vega y sus socios. Quería encajar. Quería, sobre todo, que unos ojos color avellana que conocía tan bien se posaran en mí y se quedaran allí, aunque fuera por un instante.
Llegué a la casa de los Vega con el regalo bajo el brazo, una edición especial y firmada de la biografía de su ídolo futbolístico. La había conseguido gracias a la influencia de mis padres y por primera vez no me avergoncé de usarlos. Sabía que era el regalo perfecto porque Roberto Vega fue quien le inculcó a Hugo la pasión por el deporte. Un nudo de nervios me revolvía el estómago cuando llegué. La mansión estaba iluminada, rebosante de luz y de murmullos de conversaciones adultas y risas.
Avancé por el jardín, buscando entre la gente el rostro familiar de Hugo. Y entonces lo vi.
Y se me heló la sangre.
Estaba junto a la barra, sonriendo con una laxitud que no le había visto en semanas y frente a él, riendo y tocándole el brazo con una confianza que me pareció obscena, estaba Natasha.
¿Había algo peor que Jessica, la porrista obsesionada? Sí y se llamaba Natasha Chernova. El primer amor. La chica que se lo había llevado a Europa el verano pasado y lo había devuelto con una melancolía que duró meses. La que tenía una gracia felina y una sonrisa que prometía problemas indeseados. Hugo la miraba como si redescubriera un mapa de un tesoro que creía perdido. Intenté ignorar la punzada de decepción que me recorrió el corazón, aguda y limpia como un cuchillo. Todo mi esfuerzo, el vestido, el maquillaje, las esperanzas tontas de captar una atención que nunca recibía, se desinflaron como un globo. Respiré hondo, desvié la mirada y me abrí paso hacia los anfitriones.
Roberto y Claudia Vega me recibieron con los brazos abiertos, literalmente. La señora Vega me abrazó con fuerza.
- ¡Mira qué belleza! -exclamó, haciéndome sonrojar- Ya estás echa toda una mujer -sonreí, a pesar de que venía muy a menudo a la casa de Hugo, los señores Vega muy pocas veces se cruzaban conmigo, de echo hace meses no había sucedido, tal vez por eso se asombró al verme, además de que el maquillaje y el vestido me hacían casi irreconocible.
-Es un detalle-murmuré, mientras le entregaba el regalo a Roberto, cuyo rostro se iluminó con una sonrisa de niño al desenvolverlo.
- ¡No puede ser! ¡Esta edición es imposible de encontrar! Gema, es perfecto. Muchas gracias-me atrajo hacia un abrazo que olía a colonia cara y a felicidad genuina. Me invadió una ola de cariño por ellos, por esta familia que me trataba como a una hija pródiga, pero la punzada al ver a Hugo y a Natasha seguía ahí. Necesitaba aire. Necesitaba irme.
-Me encanta verlos -dije, buscando una excusa plausible- Disculpen, creo que voy a… -pero mi frase se cortó en seco. Mi cuerpo se tensó de golpe, todas mis alarmas internas sonando a la vez. Una voz, profunda y marcada por un acento que no había oído en años, acababa de decir mi nombre a mis espaldas.
-Gema Valdés ¿Eres tú? -me giré como en cámara lenta, el corazón palpitándome en la garganta y allí estaba él. Adrián Leyva. El chico con el que había pasado todos los veranos en la playa de niña, cuando aún mis padres me llevaban de vacaciones. El que se había mudado a Boston y del que no había sabido nada en aproximadamente una década, por supuesto ya no era el niño desgarbado de entonces. Ahora era alto, ancho de hombros, con una sonrisa segura y una mirada que me recorrió de arriba abajo con admiración palpable.
-Adrián… -logré balbucear, petrificada- ¿Qué haces aquí?
-Mis padres son socios de los tuyos -explicó, encogiéndose de hombros como si fuera lo más normal del mundo- Y los Vega son clientes. Cuando supe que venía, esperaba encontrarte, pero no imaginé que te hubieras convertido en… esto -dijo, y su sonrisa se amplió, antes de que pudiera responder, sentí una presencia firme a mi lado. Un brazo se deslizó alrededor de mis hombros con una familiaridad que no era común en nosotros. Era posesivo. Protector.
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Editado: 16.10.2025