Hugo
La fiesta de mi padre era un ruido ensordecedor al que ya no podía escuchar. Cada risa, cada brindis, cada palabra de los socios de mis padres me sonaba a un idioma extraño y lejano. Mi mente estaba en otra parte, o más bien, en otra persona. En Gema.
La había visto llegar y el mundo se había detenido. Ese vestido negro, ese pelo recogido que dejaba al descubierto su cuello… ¿Cuándo había dejado de ser la Gema de sudadera y moño deshecho para convertirse en… en eso? Algo se había agitado dentro de mí, algo profundo y desconocido que me asustó. Nuestras miradas se encontraron por un segundo, un segundo en el que sentí que me estaba desnudando el alma, y entonces Natasha me tocó el brazo y rompí el contacto. Fue un alivio cobarde.
Necesitaba escapar de eso, de esa sensación que me revolvía las entrañas. Así que me aferré a Natasha como un náufrago a un salvavidas de papel. Le sonreí, le pregunté por su verano en Francia, asentí como un idiota mientras ella hablaba. Pero no la veía a ella. Veía los labios de Gema, recordando aquella noche en la biblioteca, más específicamente en el armario, en ese momento en el que casi pierdo la compostura y luego estaba el recuerdo de la piscina y ahora, Adrián Leyva. Ver a ese tipo, con su sonrisa de triunfador, con su confianza de hombre hecho y derecho, acercarse a “MI” Gema… Un celo primitivo y ardiente me recorrió de pies a cabeza. Cuando puse mi brazo alrededor de sus hombros, no fue un gesto de amistad. Fue una marca territorial. “Es mía”, gritaba mi silencio. “Aléjate de lo que es mío”.
Ese pensamiento me aterró. ¿Cuándo había empezado a pensar en Gema como "mía"?
Por eso me escondía detrás de la sonrisa fácil de Natasha. Hablaba y reía con ella, intentando con todas mis fuerzas que el perfume cargado de Natasha anulara el recuerdo del suave aroma de vainilla de Gema, pero era inútil. Cada vez que cerraba los ojos, ahí estaba ella.
Y entonces, a través de la multitud, la vi marcharse. Con la cabeza baja, dirigiéndose a la puerta. Se fue sin mirarme, sin despedirse.
Un minuto. Ni siquiera un minuto aguanté sin ella. Le dije a Natasha que tenía que comprobar algo en el garaje, una excusa patética, y salí disparado.
La vi caminando unos metros más adelante, bajo la luz de las farolas.
- ¡Gema! -llamé, acercándome corriendo- Espera. Te llevo a casa -ella no se detuvo, ni siquiera volvió la cabeza.
-No hace falta. Prefiero caminar -su voz era fría, plana. Un muro. Eso no era mi Gema. Mi Gema me gritaba, me reñía, me retaba. Esta frialdad era nueva y me asustó más que cualquier grito. Me apresuré a alcanzarla y le tomé del brazo con suavidad, obligándola a girarse.
-Gema, ¿qué pasa? ¿Estás enfadada por Na…? -la frase murió en mis labios. Finalmente, bajo la tenue luz anaranjada de la farola, pude ver sus ojos. Estaban rojos, vidriosos, inundados de unas lágrimas que ella se negaba a dejar caer. Eran unos ojos que conocía demasiado bien, los mismos que había visto la vez que suspendió matemáticas o cuando sus padres olvidaron su visita en su cumpleaños.
Esa mirada destrozada me perforó el alma y supe, con una certeza que me dejó sin aliento, que yo era el responsable.
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Editado: 16.10.2025