Hugo
Desde mi posición en el suelo de la sala de Gema, con el dulce sabor a canela aún en la boca, la certeza de anoche empezó a desmoronarse como un castillo de arena bajo un sol traicionero.
La Gema que tenía frente a mí no era la de ojos rojos por lágrimas de desamor. Esta Gema era… luminosa. Había limpiado su casa con la furia de un demonio doméstico, me había lanzado un trapo con precisión milimétrica y ahora se reía con una sonrisa que le llegaba a los ojos, esos mismos ojos que anoche, en mi pizarra de locos, había etiquetado como un mapa de dolor secreto.
“¿Y si me había equivocado?”, susurró una voz cobarde en mi cabeza. “¿Y si de verdad era solo una alergia brutalmente mal sincronizada? ¿Y si mi madre, en su sabiduría infinita, había sembrado una idea estúpida en mi mente?”
Miré a Gema, que se limpiaba los dedos azucarados con una naturalidad que me desarmaba. No podía seguir así. No podía ser el detective obsesivo que analizaba cada uno de sus estornudos como si fuera un mensaje cifrado. Era patético. Tenía que probarlo. Tenía que forzar la situación y ver su reacción. Una prueba de fuego o de agua helada, dependiendo del resultado.
-Uf, perdona, Gem -saqué mi celular del bolsillo como si me hubiera vibrado- Es… eh… Natasha. Dice que es urgente -el nombre cayó entre nosotros como una bomba de mal gusto. Gema se quedó quieta por una fracción de segundo, pero fue suficiente para que mi corazón diera un vuelco. “¡Ajá! ¡Ahí está! ¡La reacción!”
-Ah, ¿sí? -se encogió de hombros y tomó otro panecillo- Pues cógelo, no sea que sea una emergencia de… ¿qué emergencias tiene una chica que vive a base de selfies y sushi? -Su tono era tan despreocupado que casi me arruina el plan. Casi.
-Sí, sí, déjame atender esto ¡No tardaré! -me levanté y salí al jardín trasero, asegurándome de dejar la ventana abierta para que mi farsa se escuchara con claridad. Una vez a solas con los geranios, empecé mi actuación digna de una telenovela barata, puse el teléfono en la oreja y comencé a hablar con el vacío.
- ¡Natasha! Hola, ¿qué tal? -exclamé, forzando una alegría que sonó tan falsa como un billete de tres euros- ¿En serio? ¿Ya? ¡Qué rápido ha pasado el tiempo! -hice una pausa, como si escuchara su respuesta, por dentro, me partía de risa. “¿Qué rápido ha pasado qué, Hugo? ¿La digestión? ¡Nos vimos ayer”
-No, no, ¡es genial! Si, ahí estaré -continué, subiendo el tono para asegurarme de que Gema lo oyera - ¡Claro que sí, las chicas del equipo de baloncesto son siempre geniales! Podemos ir todos -me apoyé contra la pared, ahogando una risa. ¿En qué mundo paralelo me alegraría que mi ex, que ahora salía con un pibón de dos metros, me llamara? Pero la obra debía continuar.
-Sí, ya sabes, por aquí… bien. Gema y yo… haciendo cosas sin importancias -añadí, bajando un poco la voz como si compartiera un secreto íntimo. “Nuestras cosas: limpiar casas y luchar contra alergias imaginarias. Qué romántico.” -Bueno ¡Hablamos pronto! -colgué la llamada imaginaria y solté la carcajada que llevaba conteniendo. Era tan estúpido que hasta yo me daba vergüenza ajena, pero era por una buena causa. Por la ciencia. Por la verdad. Respiré hondo y regresé a la sala, preparado para encontrar a una Gema destrozada, tal vez con los ojos vidriosos, confirmando todas mis teorías conspiranoicas.
Pero no.
La encontré exactamente igual. Sentada en el suelo, con la espalda recta, leyendo algo en su teléfono. Ni un rastro de lágrimas. Ni un atisbo de tristeza. Solo una paz exasperante.
- ¿Todo bien? -preguntó, sin levantar la vista.
-Sí, sí, todo… estupendo -farfullé, sintiendo cómo una punzada de… ¿decepción? ¿Frustración? se clavaba en mi pecho. “¿Por qué no estaba celosa? ¿Por qué no estaba sufriendo?” El alivio que debería haber sentido por verla bien fue barrido por una oleada de confusión egoísta. Quería que mi teoría fuera cierta. Necesitaba que lo fuera, para entender el terremoto que ella había causado en mi cabeza -Oye, Gem, creo que… tengo que irme -dije de pronto, la necesidad de escapar y procesar ese nuevo fracaso era muy abrumadora- Entrenamiento de fútbol. No puedes faltar dos días seguido, Steve se pierde y termina marcando goles en propia meta -ella alzó la vista por fin, y por primera vez en la mañana, vi un destello de algo en sus ojos. ¿Preocupación? ¿Desilusión?
-Ah, ¿sí? Puedo ir contigo, como siempre. Puedo esperarte y…
- ¡No! -la interrumpí, demasiado brusco. Su expresión se apagó un poco, y esa pequeña mueca me dolió más de lo que debería- Quiero decir… no hace falta. Quédate… terminando de ordenar tu santuario. Además, hoy toca entrenamiento táctico, será un rollo -me levanté y busqué mis llaves como si me persiguieran. No me atrevía a mirarla. Había herido sus sentimientos. Lo sabía y lo peor es que no entendía por qué lo había hecho. ¿Para castigarla por no estar triste? ¿Para protegerme yo de una verdad que tal vez ni siquiera existía?
-Vale -escuché que decía detrás de mí, con una voz tan pequeña que casi no la oí- Suerte en el entrenamiento. -salí de su casa sintiéndome como la peor persona del mundo. Un cobarde que jugaba con los sentimientos de su mejor amiga para satisfacer su propia curiosidad malsana.
En el campo de fútbol:
El balón golpeó el travesaño con un sonido metálico que resonó en mi cráneo vacío. Llevaba media hora pateando al arco sin ningún criterio, mientras Steve intentaba en vano que le pasara el balón.
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Editado: 16.10.2025