Gema
Iba de incógnito. Un vestido bonito, pero con unas gafas de sol enormes, aunque el día estuviera nublado. Misión: fingir comprar una docena de cupcakes y descubrir por fin con quien estaba teniendo citas Hugo. Planeaba buscar los dulces, y luego descubrir la identidad de la chica misteriosa, necesitaba azúcar y luego consuelo ¡En ese orden!
Pero el universo, como siempre, tenía otros planes y ese plan se llamaba Hugo Vega, sentado en “nuestro” rincón, junto a la ventana, con su madre.
Mi corazón dio un brinco de alegría estúpida e inmediata. ¡Claro! ¡Su cita era su madre! Iba a saludarlos, a fingir una casualidad, a robar un poco de la normalidad que su familia siempre me había regalado. Tal vez incluso provocar una pequeña punzada de celos en Hugo al verme tan… ¿qué era lo que decía Sophia Rey? Ah, sí, "serena y dueña de mi territorio".
Me acerqué, con una sonrisa ya preparada. Pero me detuve a unos metros, detrás de un expositor de tartas de manzana. Algo en la postura de Hugo me detuvo. No estaba relajado. Estaba… exaltado. Sus manos gesticulaban y una sonrisa que no le había visto en semanas iluminaba su rostro mientras le hablaba a su madre y entonces, las palabras llegaron hasta mí, claras y afiladas como cuchillos de mantequilla.
-…y es increíble, mamá. De verdad. Es como… no sé, como si todo encajara. Es divertida, inteligente, y cuando está cerca, siento que el mundo entero se calma.
El mundo entero se calma...
Las palabras resonaron en mi cabeza como un campanazo. Yo no calmaba nada. Yo era un torbellino de alergias, suspensiones y dramas. Yo era el caos. Él estaba hablando de alguien que era mi opuesto perfecto.
- ¿Y cuándo le vas a decir? -preguntó la señora Vega con esa sonrisa cómplice que siempre me había dirigido a mí.
-Pronto, lo más seguro sea aquí…
¿En nuestro lugar? La pastelería que había sido el escenario de nuestras paces, de nuestros cumpleaños, de nuestras tartas de chocolate después de un mal día. Él estaba profanando nuestro santuario para anunciar el inicio de algo con otra persona. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. El aire se espesó y me costó respirar. No era rabia. Era algo peor: una vergüenza monumental. ¿En qué momento me había convertido en la protagonista de un drama tan patético? ¿En qué momento había sido tan estúpida como para creer que sus dudas y sus celos por Adrián significaban algo?
Me di la vuelta antes de que las lágrimas que nublaban mi visión cayeran de verdad. Salí de la pastelería con la cabeza gacha, esquivando mesas como un fantasma. No importaban los cupcakes. Ya nada importaba.
Horas después:
Me encerré. Como siempre. Mi cuarto de baño era el campo de batalla donde todas mis guerras internas se libraban y perdían. Me deslicé contra la puerta, abrazándome las piernas, y dejé que el llanto me sacudiera.
“Idiota. Idiota. Idiota.”
La palabra latía en mi cabeza al ritmo de mi corazón destrozado. Me victimicé con una maestría que daba asco. Mi mente repitió todas las escenas: su brazo alrededor de mis hombros diciendo "es mía", su mirada celosa al ver a Adrián, su incomodidad cuando yo cambiaba… ¿Había sido todo una broma? ¿Una cruel casualidad? ¿O era yo simplemente la reina de malinterpretar la amabilidad?
Odié cada lágrima. Odié esta debilidad. Odié sentir que mi felicidad dependía de la mirada de un chico que veía en mí a una hermana, una amiga, una mascota a la que cuidar. La "nueva Gema" de Sophia Rey se había esfumado, revelando a la misma chica asustada de siempre, pero entonces, entre tanta lágrima, algo se quebró. No fue mi corazón, sino mi paciencia. Me cansé de llorar. Me cansé de odiarme. Me cansé de esperar un milagro que nunca llegaría.
Me levanté y me miré al espejo. Ojos hinchados, nariz roja, un desastre, pero por primera vez, en lugar de compasión, sentí una determinación fría.
No podía seguir así. No si quería sobrevivir. Verlo todos los días en la escuela, sonreírle, fingir que no me moría por dentro cada vez que me llamaba "Gem"... era una tortura china. La herida se abría una y otra vez, como la puerta de un congelador que nunca se cierra del todo, dejándome con un frío que calaba hasta los huesos.
Necesitaba distancia. Kilómetros de distancia.
Abrí mi laptop con manos temblorosas, pero ahora no buscaba "¿cómo olvidar a tu mejor amigo?". Busqué "destinos paradisiacos lejanos". "Trabajos en Europa". "Viajes de voluntariado en Asia". Las imágenes de playas de aguas turquesas y montañas nevadas se sucedían en la pantalla, un bálsamo para mi alma herida.
Lo decidí en ese instante. Me iría. En dos semanas.
¿El dinero? No era un problema. Mis padres, en su infinita ausencia, siempre habían suplido su falta de cariño con generosas transferencias bancarias. Dinero por mi cumpleaños, por aprobar el curso, por Navidad, por el Día de la Madre y del Padre… tenía una reserva considerable. Dinero para suplantar la soledad. Por fin le encontraría un uso que valiera la pena: financiar mi escape.
¿Por qué dos semanas? Porque, a pesar de todo, una parte estúpida y noble de mí se negaba a ser cruel. En ocho días era su cumpleaños. Lo tenía marcado en el calendario mental como la única fecha que importaba de verdad. Y en cuatro días era Halloween, con nuestra nueva y absurda tradición de pizza con piña y ponche de frutas. ¿La mantendríamos no? Probablemente no. Pero necesitaba darme ese tiempo. Necesitaba despedirme de los últimos jirones de lo que fuimos, aunque él no lo supiera.
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Editado: 16.10.2025