Hugo
Esperé diez minutos. Luego quince. Las luces del cine se encendieron, iluminando la butaca vacía junto a mí como un monumento a mi estupidez. Ella no iba a regresar. Otra vez. Una furia fría, mezclada con una punzada de profunda decepción, me hizo salir del cine con los puños apretados. Fui directo a su casa. Me planté frente a su puerta, con el dedo a punto de tocar el timbre para exigir una explicación. Pero me detuve. ¿Qué iba a decir? ¿"¿Por qué huiste?" cuando la respuesta era tan obvia que dolía? Respiré hondo y me di la vuelta. No sería así. No podía obligarla ni presionarla, si no me había dicho la verdad es porque no confía en mi lo suficiente todavía.
Al llegar a mi casa, el silencio era ensordecedor. Me metí en la ducha, dejando que el agua caliente intentara calmar la tensión. Allí, en la repisa, estaba el pomo de champú de manzana verde, creo que había sido su favorito, porque de vez en cuando lo usaba nuevamente por mucho daño que le hiciera. Lo tomé y lo abrí, olía a ella y de pronto, como si el aroma fuera una llave, todas las piezas empezaron a encajar con un ruido atronador.
No era una lista. Era una avalancha de recuerdos, una crónica de mi propia ceguera durante diez años.
Recordé cuando tenía doce años y la dejé plantada en el cine porque me enganché a un videojuego y se me pasó la hora; ella dijo que había sido una alergia tan fuerte que se le hincharon los ojos y no pudo salir. Recordé cuando cumplió catorce años y yo, absorto en mi nuevo equipo de fútbol, olvidé por completo la función de teatro donde ella tenía un papel de tres líneas; después dijo que el maquillaje le había causado una reacción alérgica terrible. Recordé cuando a los quince me pidió que la ayudara a estudiar mates para un examen crucial y yo le dije que no podía, que tenía un partido importante; suspendió, y cuando la encontró escondida en la biblioteca, juró que era el polvo de los libros, pero el temblor de su voz delataba una decepción que yo había causado.
Y luego vinieron los recuerdos más recientes, más dolorosos por lo frescos que estaban y con una mentira mucho más duradera y elaborada. Cada vez que yo había puesto distancia, cada vez que me había equivocado con otra chica, cada vez que mi torpeza había herido sus sentimientos... siempre aparecía la misma y pobre excusa: la alergia al champú. Cuando Chloe intentó besarme y Gema lo vio, fue el champú. Cuando yo, confundido, la besé en el estacionamiento para "protegerla", fue el champú. Cuando robé sus boletos y la confronté en su habitación ordenada, fue el champú. Y hoy, en el cine, cuando sus sentimientos la desbordaron frente a la pantalla, fue el champú otra vez.
¡Dios mío! ¡Era un idiota! ¡Un ciego, egoísta y monumental idiota!
No podía ser tanta coincidencia. No era una maldita alergia. Era la cortina de humo perfecta. La trinchera desde la que ella podía protegerse de que yo viera cuánto le importaba todo lo que yo hacía, o dejaba de hacer. Todas sus lágrimas, durante una década entera, tenían un denominador común: yo. Yo había sido el catalizador de su dolor una y otra vez, y mi única respuesta había sido creer en una alergia ridícula o consolarla con una broma, sin profundizar nunca en la verdadera razón.
Mis puños se apretaron hasta que me dolió. La tensión era molesta, física, la manifestación de una vergüenza que me quemaba por dentro. No me quedaría de brazos cruzados. No cuando por fin la tenía tan cerca, cuando por fin veía con claridad meridiana lo que había estado frente a mis narices todo este tiempo.
La amaba. La amaba con toda la fuerza de esos diez años de risas, confianzas y lágrimas no reconocidas. Y esta vez, no iba a esperar ni un minuto más. Iba a decírselo. Mañana. De frente. Sin excusas, sin champús de por medio, y sin una maldita alergia inventada como testigo, pero…
¿Me lo estaría imaginando todo?
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Editado: 23.10.2025