22 de diciembre de 2012, 7:30 am
Día del secuestro. Tres días para Navidad
No pude dormir esa noche, Taz había fallecido. Mi madre lo apodó así por el Demonio de Tazmania, le quedaba el nombre como anillo al dedo. Todo lo que veía quería destruirlo, hacerlo pedazos hasta que se hiciera polvo. Era mayor que yo por dos años, por lo que fue mi mascota desde que nací.
Todos los vecinos pensaban que por ser un Mastín Napolitano era un animal peligroso y la mayoría se alejaba cuando lo paseábamos por las calles del vecindario, pero la verdad es que su inmenso cuerpo desbordaba ternura, no era capaz de hacerle daño a una mosca. Sólo se desquitaba con sus juguetes de plástico.
El sol se asomó por la ventana y su calor se colaba en el frío invierno intermitentemente. Aparté las sábanas que me cubrían y que estaban más pesadas que nunca. No había parado de llorar la muerte de Taz en toda la noche y tal vez era por eso que se sentían húmedas.
En la puerta se oyó el golpeteo de alguien llamando sin querer molestar demasiado, ahuyentando el silencio de aquella quietud.
ㅡCassie ㅡllamó mi padreㅡ. Pequeña, sé que estás allí. Vamos, es hora de ir a la escuela.
Como no respondí mi padre continuó hablando.
ㅡTe prometo que todo estará bien. Taz... Taz fue, sin duda, el mejor miembro de la familia, pero ya estaba viejo y seguro que está en un mejor lugar. Cariño, la vida es un ciclo y de cosas malas habrá que consolarse toda la vida.
Abrí la puerta de golpe y mi padre se inclinó hacia adelante buscando el equilibrio. Sin mediar palabra salí de mi habitación para meterme al cuarto de baño compartido. Supe que mi padre me siguió con la mirada, pero no me detuve a observarlo.
Miré mis ojos llorosos en el espejo y me sacudí la cara. No tenía ganas de asistir al último día de clases del año, pero tenía dos opciones: eso o torturarme el resto del día en casa extrañando a mi perro y mirando a todo el mundo seguir con su vida sin él.
Fue una mañana completamente diferente a las anteriores, pues normalmente quien me despertaba era Taz rasgando la madera de la puerta, luego le seguían mi padre, mi madre y mi hermana Allie que, por lo general, siempre sacudía mi cabeza haciendo que mis intentos de peinados quedaran más ridículos de lo que se veían.
Tuve que buscar algo para ponerme que me hiciera sentir cómoda o, al menos, que me alegrara un poco el día, así que me dije a mí misma:
ㅡEscoge una blusa con flores estampadas que te recuerden al jardín de tu abuela y todo irá bien.
Aunque luego tuve que ponerme varias capas más encima porque se acercaba una nevada en Minnesota y la blusa con flores motivacionales quedó oculta de nuevo bajo el depresivo abrigo.
Bajé las escaleras y el olor de la cocina inundaba el salón. El aroma de huevos revueltos me abrió más el apetito que tenía desde aquella madrugada en vela, pero era muy orgullosa. Eso lo había sacado de mi padre. Allie estaba metiéndose un trozo de pan a la boca y lo encontré desagradable, ese día odiaba a mi hermana por el simple hecho de tener ganas de comer algo.
Vi que en una esquina todavía estaban las cosas de Taz: su cuenco, su camita de peluche y un juguete hecho pedazos. Aparté mi cara de inmediato evitando que regresara el llanto y salí velozmente de casa aún con mucha hambre, pero con repugnancia por haber visto morir a mi perro la noche anterior en el veterinario.
Mi madre debió haber escuchado la puerta porque gritó a mis espaldas, sacando la mitad del cuerpo por la ventana.
ㅡ ¡Cassie, cariño! Vuelve a desayunar, ya casi está listo.
ㅡNo tengo hambre, mamá.
ㅡPor favor, Cassie. Al menos espera a Allie. Serán sólo quince minutos.
No respondí, sólo alcé una mano para indicarle que no quería hablar, pero la realidad era que me había puesto a llorar otra vez.
ㅡNo te desvíes de las calles principales ¡Y no hables con desconocidos! Te amo.
Nunca imaginé que esa iba a ser la última vez que escucharía la voz de mi madre, que vería los ojos preocupados de mi padre y la sonrisa de mi hermana en los siete años posteriores.
Ya me había alejado lo suficiente para que me perdiera de vista, no me importaba nada más que mis irrefutables ganas de llorar. Irme sola a la escuela era una manera de protestar, no podía creer que mi madre estuviera tan enérgica esa mañana cuando habíamos perdido a nuestra mascota de toda la vida, estaba totalmente enojada con ella. Quería verla mínimo vestida de luto, Taz era uno más de la familia y no concertaba entender la indiferencia de mi madre.
Fui andando por la acera golpeando cuanta piedra se me atravesara, sentía ganas de golpear todo lo que veía y tal vez hacer polvo cualquier cosa para homenajear a Taz. Sentía ganas de gritar, una de las cosas más inútiles que intenté hacer cuando él me metió a la fuerza en su furgoneta blanca.
Jamás pensé que el hombre que yacía apoyado en aquella furgoneta dándole una calada a un cigarrillo como cualquier día normal, sería con quien pasaría los siguientes siete años de mi vida.
El día estaba nublado, hacía frío y, si el instinto no me fallaba, muy pronto llegaría la tan esperada nevada. Siempre tenía la certeza absoluta de mis afirmaciones con el pronóstico del tiempo y casi nunca me equivocaba, pero los cambios bruscos en el clima de la ciudad eran tan comunes que la escuela rara vez cancelaba las clases.
Pasé la primera navidad sin mi perro con vida en ese sótano esperando a que la policía viniera por mí, mientras que mis compañeros de la escuela salían a esquiar en la nieve.