Era un nuevo día. También sería el primero con una rutina de terapias, como me había advertido todo el personal del psiquiátrico un par de semanas atrás. Al fin mi psiquiatra había dado la orden de darme algo que hacer durante el día y dejaría de seguir durmiendo eternamente, aunque, evidentemente, me hacían falta unas seis horas más de sueño.
Las sábanas las tenía pegadas en un charco de saliva, estaba realmente agotada de la noche anterior. Robin, que no sospechó nada extraño en ningún momento, me había despertado muy temprano por la mañana. Me llevó un par de rodajas de pan, un vaso de frutas y una botella de agua en una bandeja. La verdad es que yo moría de ganas de beber un litro de café para revivir mi espíritu, pero el Dr. Guillermo me había prohibido la cafeína por lo que le estaba ocurriendo a mi corazón.
Robin me conectó a los medicamentos, me hizo un chequeo de rutina y se dedicó a descargar rápidamente aplicaciones en mi nuevo móvil que me ayudarían a organizar mi cronograma de actividades. Me explicó todo lo mejor que pudo y se puso en marcha para continuar trabajando. Dedicarle tiempo a una chica que sabía de tecnología como sabía de su propio pasado, llevaría tiempo. Sin embargo, me las arreglé a mi manera para poder sobrevivir a las actividades que se allegaban y a las cuales, por cierto, no había prestado demasiada atención. En su lugar, me la pasé pensando en qué delgada es esa línea que separa las realidades entre sí. Las mentes no andan perdidas, sino que ellas mismas encuentran caminos diferentes por donde vagar para no encontrarse de frente con la verdad que no queremos escuchar. El problema es que nadie puede elegir sus verdades, así como tampoco puede elegir de quién se enamora. La verdad tiene esa despiadada costumbre de ser ella misma, una simple verdad.
Esta vez yo sí quería saber la verdad, y aunque esa mañana no quise bombardear a Robin con preguntas, muy pronto me sentaría a hablar con mi psiquiatra y le haría decirme cada maldita cosa que había olvidado. No me importaba si esto formaba parte de mi recuperación. Deseaba saber dónde demonios estaba mi hermana.
Me asomé a la ventana y me di cuenta de que había parado de nevar, incluso había subido un poco la temperatura, la nieve había bajado de nivel.
A primera hora me tocaba psicoescritura. Entré al aula y algunas personas hablaban de mí, pero yo actué como si nada. La clase había comenzado y el tema propuesto de aquel día era "la buena vida". Debíamos usar la primera media hora para el trabajo personal y el tiempo necesario para leer, uno a uno, todos los escritos que nos facilitaban sobre el tema. Luego, la siguiente media hora, era para decir en voz alta lo que habíamos escrito. Lo que cada uno aportaba, supuestamente, serviría a los demás. Con ello se aprendería a distinguir entre el mundo exterior, aquello que sucede más allá de nuestra piel, y el mundo interior en el que se experimenta lo que cada uno interpretaba respecto a lo que le había sucedido. Gracias a Dios el tutor no nos preguntó lo típico como: quién eres, qué haces en el psiquiátrico, qué trastorno padeces...
Habían recuerdos en mi cabeza de una buena vida pasada, en la niñez o, incluso, un tiempo anterior a ella, así que escribí sobre eso. Sobre la buena vida que tuve en mi niñez, aunque todavía no sabía para qué me serviría en el futuro.
"Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo mejor no era el futuro, sino el momento que estabas viviendo justo en ese único instante". Escribí en la parte de abajo de mi texto. Era una frase que había leído en El Principito durante mi tiempo libre y que, de hecho, llevaba conmigo aquella mañana, pero no quise decirla en voz alta frente a toda la clase.
Tras un descanso, se proyectó la película Don Juan DeMarco. Era una película bastante vieja para unos chicos que apenas superaban los dieciocho años, pero supuse que la habían proyectado por alguna razón. Era más por entretenimiento que por ser educativa.
Don Juan DeMarco es la historia de un hombre que creía ser el mejor amante que jamás había existido, seductor de millones de mujeres. El joven se balanceaba sobre la estrecha cornisa de una valla publicitaria, con los pies muy cerca del abismo. Se encontraba muy lejos del suelo. Estaba enmascarado y lucía una vistosa capa, esgrimiendo una desafiante espada. Estaba desolado tras veintiún años de aventuras, duelos y romances y, sin encontrar más sentido a su vida, decide quitársela. Pensé en Harry.
El psiquiatra (Marlon Brando) logra convencer a Don Juan (Johnny Depp) de renunciar al suicidio estableciendo una conexión con él. Lo hace de un modo bastante directo. Mientras tanto, todos en el aula ponían atención a las escenas.
De todos los personajes que aparecen en la historia es Don Juan el más interesante, el más vital. Porque se le diagnostica como delirante. Pensé en Nasim.
Don Juan es inofensivo, en su delirio no causa daño a nadie y su transcurrir parece mucho más agradable que el de todos los "normales" que hay en el film. Pensé en Lorent.
Entendí que se trataba de demostrar que cada persona no experimenta el mundo tal cual es, sino que, más bien, vive una representación interiorizada de lo que interpreta su perspectiva, dando sentido propio a lo que sucede en el mundo exterior.
Al terminar la proyección, hubo varios comentarios de la misma. La mayoría de las personas tenía alguien con quién hablar. Yo me rasqué la cabeza sin que me picara, disimulando un poco mi vergüenza, aunque nadie se percataba de que yo estaba sola.
Cuando la clase de tres horas y media había acabado, tomé mi ejemplar de El Principito de bolsillo y mis pertenencias. Bajé impetuosa desde las aulas del quinto piso a buscar a mi psiquiatra para hablar con él sobre las cosas que estaba recordando, hasta que pasé por el primer piso. Me detuve en el descanso de las escaleras. Quería volver a ver a Lorent y decirle que lo sentía, que estaba arrepentida por haberle dejado en la fiesta sin dar explicaciones y quizá inventaría cualquier historia para excusarme por lo del beso.