El autobús 203 nunca llegaba a tiempo. Jamás.
Era una certeza, como el hecho de que a las 7:15 de la mañana el aire aún olía a tierra húmeda y la luz del amanecer luchaba por abrirse paso entre los edificios. Me gustaba esa hora. Todo era quietud antes del caos del día. Y era mi hora, mi rutina inmutable.
Mi parada habitual estaba cerca del viejo parque. Un banco de metal desgastado, un pequeño techo de lámina y yo, con un termo de café tibio y mi novela de fantasía, esperando la llegada tardía del 203.
Esa mañana, como siempre, no había nadie más. Al menos, no al principio.
Estaba absorta en un dragón que no quería volar cuando sentí la presencia. No un ruido, ni un movimiento brusco, sino una sutil alteración en el ambiente. Alcé la vista de mi libro, justo a tiempo para verlo llegar.
Él.
Lo supe de inmediato, aunque habían pasado años y el recuerdo que tenía de él era como una foto borrosa tomada bajo una luz tenue. Pero la forma en que su mochila colgaba de un solo hombro, la manera en que se movía con una quietud casi palpable, todo eso era inconfundible.
Daniel.
El chico de primer año que coincidió brevemente en la misma escuela que yo cuando yo estaba en tercero. Él nunca supo mi nombre. Yo era solo una cara más en el pasillo, siempre con la cabeza enterrada en algún libro. Él, en cambio, era el tranquilo, el que parecía existir en un plano ligeramente distinto al del resto de los ruidosos adolescentes.
Se detuvo a unos tres metros de mi, cerca del poste de la señalización. No me miró. Ni siquiera giró la cabeza. Abrió su mochila, sacó unos audífonos y se los colocó. Era evidente que no me había reconocido, si es que alguna vez me registró.
Lo observé con la respiración contenida. El tiempo se había detenido para él, o eso parecía. Seguía teniendo ese cabello oscuro y un poco revuelto, como si acabara de despertar. Llevaba el uniforme: pantalón gris oscuro, camisa blanca y el escudo bordado de la Preparatoria Central, el mismo uniforme que yo había dejado de usar hacía dos años. Y, sin embargo, había algo diferente. Su silueta era más definida, sus hombros más anchos. La distancia entre el recuerdo y la realidad me hizo sentir un pinchazo de nerviosismo.
Era el uniforme de último año. Se había mudado. Estaba aquí.
El pánico se apoderó de mí. Mi mente, usualmente lógica y analítica, solo pudo gritar: ¿Por qué no te mueves, Clara? ¿Por qué no te vas?
Pero mis pies estaban enraizados al cemento. Me obligué a devolver la mirada a mi libro, aunque las letras eran solo manchas sin sentido. Sentía su presencia como un calor bajo mi piel. Cada músculo de mi cuerpo estaba tenso, esperando. ¿Esperando qué? ¿Que me mirara? ¿Que me saludara? ¿Que, por algún milagro, recordara a la chica silenciosa de tercer año?
Claro que no lo haría.
Pasaron unos tres minutos, que bien podrían haber sido una hora. El silencio era pesado, roto solo por la música suave que se filtraba de sus audífonos y por el siseo del vapor de mi café.
Finalmente, el autobús 203 apareció doblando la esquina. El motor ruidoso rompió el hechizo. Daniel recogió su mochila y se adelantó con paso lento.
Yo me levanté también, tratando de que mi movimiento pareciera casual y no la reacción desesperada de alguien a punto de colapsar. Cuando el autobús se detuvo, subimos. Yo pasé primero, él justo detrás.
Y así, sin mediar palabra, el fantasma de mi preparatoria y yo, la chica invisible, estábamos de nuevo compartiendo el mismo espacio. El mismo destino matutino.
Me senté en mi asiento habitual, al lado de la ventana. Daniel se quedó de pie cerca de la puerta trasera, agarrándose del tubo vertical, mirando hacia la calle por donde nos alejábamos.
No me atreví a volver a mirarlo. En lugar de eso, me quedé observando mi reflejo en el cristal, mi rostro ligeramente ruborizado, y pensé:
Esto no va a funcionar, Clara. No puedes tener un enamoramiento silencioso por el mismo chico dos veces.
Pero, mientras el autobús arrancaba, supe que era demasiado tarde. La rutina había cambiado. Ahora, mi parada diaria ya no era solo mi parada. Era El Chico de la Parada. Y tenía que volver a verlo mañana.