El martes fue una repetición exacta del lunes.
Estaba a las 7:15 de la mañana, sentada en el banco, fingiendo prestar atención a mi libro (esta vez, Crónicas de la luna perdida, para variar el engaño). A las 7:18, Daniel llegó.
Misma hora. Mismo lugar. Mismo uniforme. Mismos tres metros de distancia entre nosotros.
Me había mentalizado durante la noche. Mi plan, si se le podía llamar así, era simple: actuar con normalidad. Beber mi café. Leer. Ignorarlo hasta que el 203 llegara.
El problema era que mi definición de "normalidad" ahora incluía un latido del corazón que sonaba demasiado fuerte en el silencio de la mañana.
A diferencia del día anterior, pude levantar la cabeza lo suficiente para verlo establecer su posición. Se apoyó contra el poste de metal, con la cabeza ligeramente inclinada. Sus audífonos ya estaban puestos. De su mochila sacó un pequeño cuaderno de espiral y un bolígrafo. Empezó a garabatear algo, la concentración arrugándole ligeramente la frente.
Era una vista íntima. Demasiado íntima para alguien que era, técnicamente, un completo extraño. Me obligué a mirar mi libro, pero la escena se había grabado en mi retina. ¿Estaría estudiando? ¿Escribiendo un poema? ¿Dibujando? El misterio solo aumentaba su atractivo.
Decidí concentrarme en mi café. El termo era de color azul marino, de mi madre, y conservaba el calor admirablemente. Mientras lo sostenía, me di cuenta de que mis manos estaban ligeramente temblando.
Cálmate, Clara. Es solo un chico en una parada de autobús. No es el dragón de tu novela, no te va a quemar.
Pero el nerviosismo se negaba a ceder. Era la conciencia de que compartíamos un pasado fugaz, junto al hecho de que ahora compartíamos una rutina diaria. Era la sensación de estar en una cápsula del tiempo con alguien a quien nunca te atreviste a hablarle.
En un momento, el viento frío sopló, y Daniel se movió levemente, ajustando el cuello de su camisa. El movimiento fue tan simple, tan mundano, pero mis ojos se quedaron atrapados en él. No pude evitarlo.
Y entonces sucedió.
Justo cuando estaba bebiendo un sorbo, miró hacia arriba. No directamente a mí, sino más allá, hacia el final de la calle. Pero en el camino de regreso, sus ojos rozaron mi figura. Fue menos de un segundo.
Un instante.
Suficiente para que mi cuerpo reaccionara de la manera más vergonzosa posible: mi sorbo de café se atascó. No me ahogué, pero hice un pequeño sonido de aspiración, como un gato sorprendido.
Daniel giró la cabeza completamente. Sus ojos se fijaron en los míos por primera vez en años. Eran de un color castaño indefinido, profundos. Había una leve chispa de confusión o, peor aún, ¿preocupación?
Sentí cómo el calor subía por mi cuello y se instalaba en mis mejillas. Me puse roja. Roja hasta la raíz del pelo. Rápidamente, volví a meter la nariz en mi libro, fingiendo que no había pasado nada, que el sonido había sido un pájaro o un escape de vapor.
El silencio volvió, pero ahora era denso. Podía sentir su mirada. No era de juicio, sino de simple curiosidad. ¿Me había reconocido finalmente? ¿O solo pensaba que era una chica extraña que hacía ruidos raros?
La tensión de esos pocos segundos fue peor que cualquier enfrentamiento con dragones que mi personaje literario pudiera haber tenido.
Cuando el 203 llegó, finalmente pude respirar.
Daniel guardó su cuaderno y se acercó a la puerta. Esta vez, fue mi turno de pararme primero. Al pasar junto a él, mis hombros estuvieron peligrosamente cerca de rozarse. Mantuve la mirada fija en los escalones del autobús, murmurando un inaudible "permiso".
Subimos. Yo me dirigí a mi ventana. Él se quedó nuevamente cerca de la puerta trasera.
Mientras el autobús avanzaba, y la distancia física entre nosotros se establecía de nuevo, me permití una mirada rápida a través del reflejo del cristal.
Daniel no me estaba mirando. Estaba mirando su cuaderno de espiral. Pero, antes de que pudiera volver la cara, él levantó la mano y se tocó suavemente la cicatriz sobre su ceja. Era un gesto sutil, como si estuviera pensando en algo.
Me pregunté si estaría pensando en el reencuentro.
No lo sabría. No tenía el valor para preguntar. Y por la forma en que el silencio había gobernado esos tres metros, dudaba que él tuviera el valor de iniciar la conversación.
Mañana. Mañana sería miércoles. Y, con el corazón apretado, ya estaba contando las horas para volver a la parada.