El Chico De La Parada

Capítulo 4: La confesión de la autora

Jueves. La rutina, aunque ahora ligeramente alterada por el contacto verbal, se mantuvo.

Llegué. Me senté. Saqué mi libro. Puse mi termo en el suelo. 7:18 am: Daniel llegó.

Esta vez, no se sentó de inmediato. Se quedó de pie en su poste habitual, mirando su cuaderno. Yo no hice contacto visual, pero me aseguré de que el título de mi libro fuera perfectamente visible. Era un cebo, lo sabía. Un movimiento cobarde, pero efectivo.

Pasaron casi cuatro minutos de silencio. El aire estaba más frío que los días anteriores. El sol apenas asomaba, un disco pálido en el horizonte.

—¿Sigues en la parte de la traición del dragón? —preguntó Daniel de repente. Su voz era tranquila, sin audífonos esta vez.

Levanté la cabeza, mi corazón dio un salto de la emoción.

—No —respondí, sintiendo el rubor familiar—. La terminé anoche. Es… brutal, ¿no crees?

—Sí. La autora es implacable —dijo él, dando un paso más cerca, aunque todavía manteniendo su distancia de tres metros. Se cruzó de brazos—. Pero es lo que la hace buena. No le teme a herir a sus personajes.

Me animé un poco, sintiéndome más segura en el terreno de la literatura.

—Exacto. Me frustra, pero la respeto por eso.

—Yo la respeto por la complejidad del sistema de magia —añadió, y por primera vez, me sonrió ligeramente. Era solo la curva de una esquina de su boca, pero fue suficiente para que sintiera un vuelco en el estómago—. Me recuerda un poco al diseño de sistemas, si soy honesto.

—¿Diseño de sistemas? —pregunté, frunciendo el ceño—. Eso suena… muy específico.

Daniel miró brevemente su cuaderno y luego a mí, como si estuviera a punto de confesar un secreto vergonzoso.

—Sí. La autora es arquitecta. Lo investigué. Por eso todo es tan lógico. Es su forma de construir mundos.

Me quedé en silencio, asombrada. No por el dato, sino por el hecho de que Daniel había investigado a la autora. Era un nivel de inmersión que yo entendía perfectamente. Y el hecho de que lo compartiera conmigo, una virtual extraña, me hizo sentir una conexión sutil, casi imperceptible.

—No sabía eso —dije, sintiéndome un poco tonta por no haberlo buscado yo misma—. Eso lo explica todo.

Daniel asintió, volviendo a su expresión tranquila habitual. El momento de la conexión, el intercambio de información nerd, había terminado.

—Bueno —murmuró, volviendo a su poste—, a ver qué lees mañana.

El 203 llegó, un salvador del silencio. Subimos, manteniendo ese respetuoso espacio personal.

Esta vez, mientras me sentaba en mi asiento habitual de la ventana, lo observé por el espejo lateral antes de que él se sentara. Se había movido un asiento más cerca. Dos asientos detrás de mí.

Me giré hacia la ventana, mi corazón latiendo a un ritmo más rápido. La timidez era palpable. Cada palabra, cada pulgada que se acortaba la distancia era una pequeña victoria en esta guerra fría de la cercanía.

El autobús avanzó por la ruta diaria, dejando atrás las casas y entrando en la zona de los pequeños negocios.

Yo siempre me bajaba en la parada del Mercado Viejo, la sexta parada. Daniel, como yo había deducido, seguía hasta la Preparatoria Central, que estaba unas cuantas paradas más adelante.

Pero al llegar a la quinta parada, justo antes de la mía, el autobús se detuvo. Era la parada del Parque Central, no solía bajarse mucha gente allí.

Daniel se puso de pie.

Mi corazón se encogió. ¿Ya no iría a la escuela? ¿Se había enfermado? ¿Había cambiado de planes? Sentí una punzada de pánico al pensar que mi rutina de reencuentro se rompería tan pronto.

Se movió hacia la puerta. Al pasar junto a mi asiento, nuestros ojos se encontraron. No había la timidez de antes, sino una especie de decisión tranquila.

—Nos vemos… en la parada —dijo, sin alargar la despedida.

Y luego, se bajó en la parada del Parque Central.

Me quedé sentada, confundida. ¿Por qué se bajaba antes? Su escuela estaba dos paradas después de mí. ¿Se había mudado todavía más cerca y ahora tenía que caminar?

Un segundo después, el autobús cerró sus puertas y continuó hacia mi destino, el Mercado Viejo.

Pero cuando el 203 pasó por la esquina, miré por la ventana y lo vi. Daniel no estaba caminando en dirección a su casa. Estaba cruzando la calle y dirigiéndose hacia la acera opuesta.

Directamente hacia la parada de autobús del sentido contrario.

Una idea, lenta y abrumadora, se formó en mi mente. La parada del Parque Central era solo una parada después de donde yo me bajaba.

¿Se había bajado antes solo para que yo no estuviera sola en el trayecto de vuelta a casa? ¿O es que en realidad no iba a ninguna parte, y solo estaba extendiendo el tiempo que pasaba en el autobús?

Me bajé en mi parada habitual con una pregunta que me quemaba la garganta: El chico de la parada. Había acortado el camino. ¿Por mí? Y si era así, ¿cómo iba a reaccionar mi corazón a esa lentitud tan tímida y decisiva?




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