Viernes.
El último día de la semana traía consigo la prueba irrefutable de lo que había visto ayer. La imagen de Daniel cruzando la calle, dirigiéndose a la parada opuesta, se había reproducido en mi mente una y otra vez.
¿Podría haber sido una coincidencia? ¿Tal vez tenía que encontrarse con alguien allí?
Decidí no pensar demasiado. Hoy, mi objetivo era simple: observar. Si volvía a bajarse en el Parque Central, significaba que había una intencionalidad, y eso me obligaría a replantearme todo.
Llegué. Me senté. Saqué mi libro. Esta vez, era El laberinto de los sueños.
7:18 am. Daniel llegó.
Se sentó en el mismo extremo del banco que el miércoles. Yo estaba lista para el duelo silencioso, pero él no sacó su cuaderno de espiral ni sus audífonos de inmediato. En lugar de eso, se quedó mirando la calle.
—Vas rápido, ¿no? —preguntó, con la voz baja, mirando mi nuevo libro.
—Sí —respondí, con un poco más de seguridad que los días anteriores—. Me enganché. Es un buen contraste después de la épica de la autora arquitecta.
Daniel sonrió, un poco más ampliamente esta vez. La sonrisa le llegaba a los ojos, haciendo que el ligero brillo de la mañana se reflejara en ellos.
—Me gusta el contraste. La mente necesita las dos cosas. La lógica y el caos.
—Entonces, ¿qué estás escribiendo en tu cuaderno? —pregunté, sintiéndome audaz. Por primera vez, estaba haciendo una pregunta que invadía un poco su espacio.
Daniel se encogió de hombros, aún con la media sonrisa.
—Dibujos de sistemas. Y a veces… solo cosas que veo.
El "cosas que veo" resonó en mi cabeza. ¿Me incluiría eso a mí? La chica con el café humeante y la nariz en un libro.
—Interesante —murmuré, forzándome a volver al silencio para no ahuyentarlo con demasiada charla.
La tensión era menor que el lunes, pero se había transformado en algo más sutil: la expectativa. Ya no se trataba de si nos íbamos a hablar, sino de cuánto y sobre qué.
El 203 llegó. Subimos.
Y luego, el momento de la verdad. Daniel, esta vez, se sentó un asiento detrás de mí. Estaba tan cerca que podía oler un leve aroma a jabón y algo parecido a menta. La cercanía era abrumadora.
Nos movimos a través de las paradas. Primera, segunda, tercera… Yo fingía leer, pero cada fibra de mi ser estaba atenta.
Cuarta parada. Nadie se bajó.
Llegamos a la quinta parada: el Parque Central.
Mi corazón se aceleró. Daniel se puso de pie. Se movió con su misma lentitud tranquila hacia la puerta.
El autobús se detuvo. Daniel se paró en el escalón y, antes de bajar, se giró ligeramente, y esta vez, el mensaje era claro.
—Feliz fin de semana —dijo, su voz tan baja que solo yo podía escucharlo sobre el ruido del motor.
—Igualmente —respondí, apenas audible.
Y se fue.
El autobús cerró la puerta y continuó hacia mi destino, el Mercado Viejo.
Lo que hice a continuación no fue tímido en absoluto: me giré y miré directamente por la ventana trasera.
Daniel estaba cruzando la calle. Se dirigió sin dudarlo al banco de la parada opuesta, sacó su cuaderno y se sentó, mirando en dirección al camino por donde yo acababa de desaparecer.
La prueba estaba ahí. Él no se bajaba en su escuela, ni en su casa. Se bajaba solo para asegurarse de que yo, la chica de la parada, no estuviera sola en su último tramo de viaje hasta el Mercado Viejo.
No era una declaración de amor épica. No era un poema. Era un gesto. Lento, tímido, y tan increíblemente considerado que me abrumó por completo.
Me senté el resto del camino con una sonrisa tonta pegada a la cara. Mi corazón no estaba latiendo con pánico, sino con una emoción suave y cálida.
El chico de la parada no me había prestado atención en el pasado. Pero ahora, me estaba prestando la más dulce y silenciosa de las atenciones. Estaba acortando su propio trayecto para extender el mío en su compañía.
Y con el fin de semana por delante, solo podía pensar en el lunes. La parada ya no era un lugar de espera, era un lugar de reencuentro. Y yo, Clara, estaba lista para ese encuentro. Lentamente, pero lista.