El fin de semana fue una tortura silenciosa.
Mi mente, que antes se llenaba de mundos de fantasía y sistemas de magia, ahora solo reproducía la misma escena: Daniel cruzando la calle y sentándose en la parada opuesta. Era el gesto más adorable y considerado que había recibido de alguien en mucho tiempo, y me hacía sentir una punzada de culpa por no haberle dicho siquiera un simple "gracias" por el gesto.
Pasé la mayor parte del sábado intentando leer, pero terminaba mirando la ventana, preguntándome qué estaría haciendo él. ¿Estaría dibujando sus "sistemas" o escribiendo sobre el "caos" de los libros? ¿O acaso estaría pensando en la chica tímida que se ahogó con el café en la parada?
El domingo fue peor. La anticipación se convirtió en nerviosismo puro.
Estaba preocupada por el lunes. Ahora que ambos sabíamos (o al menos yo sabía de su parte, y él sabía de mi evidente timidez) que había una intencionalidad en ese encuentro diario, ¿cómo iba a ser la dinámica? ¿Sería más fácil o más difícil hablar?
Mi madre, al verme tan distraída y de humor cambiante, se acercó a mi cuarto.
—Clara, ¿estás bien? Te has saltado la cena y estás paseando por la habitación como un gato enlatado. ¿Es el examen de literatura?
—No, mamá. Es… la parada del autobús —logré decir.
Ella me miró con una ceja alzada, divertida.
—¿La parada del autobús? ¿Ahora te estresa el transporte público?
—No el autobús. Es… una persona. Un chico.
Mi madre se sentó en mi cama con una sonrisa suave. Ella sabía de mis reservas con las relaciones. Yo era la chica que prefería pasar la hora del almuerzo en la biblioteca que en el patio.
—¿El chico de los libros? —preguntó, recordando quizás alguna anécdota fugaz de mis años de preparatoria.
—El mismo —suspiré—. Se mudó cerca. Nos lo encontramos en la parada todas las mañanas. Y… creo que se bajó antes de su parada para que yo no estuviera sola en la mía.
Mi madre se rió, una risa cálida y gentil.
—Ay, mi Clara. Eso es muy dulce. ¿Y te ha hablado?
—Sí. De libros. Y me sonríe.
—Bueno, pues es un avance monumental, ¿no crees? Lo peor que puede pasar es que tengas que hablar con un chico guapo sobre tu lectura favorita.
—No es tan fácil, mamá. Soy muy tímida. Y él… él es silencioso. Es como si solo tuviéramos permiso de hablar por pequeños fragmentos.
—Entonces tómalo así —dijo, dándome un golpecito suave en la mano—. Pequeños fragmentos. Un fragmento al día. Pregúntale algo que sepas que le interesa. Dale un pequeño regalo de tu confianza.
La idea del regalo se quedó conmigo. ¿Qué podía darle a alguien que me había dado la prueba silenciosa de su atención?
Finalmente, llegó el lunes. Me desperté antes que el despertador, el estómago revuelto. Revisé mi mochila tres veces. Termo de café, libro de fantasía, y un pequeño detalle que había empacado en el último minuto.
A las 7:15, ya estaba en el banco, la capucha de mi sudadera puesta a pesar de que el frío no era tan intenso.
7:18 am. Daniel apareció.
Esta vez, no se sentó lejos. Se detuvo justo en el poste, a su distancia habitual de tres metros, pero su postura era diferente, menos esquiva. Me miró, y su sonrisa no fue una media sonrisa, sino una clara y brillante.
—Buenos días, Clara —dijo.
Me quedé helada. Por primera vez, había usado mi nombre. El simple hecho de que supiera mi nombre (probablemente de la lista de alumnos antiguos o de preguntarle a alguien) era un escalofrío de emoción.
—Hola, Daniel —respondí, mi voz sonando mucho más firme de lo que esperaba.
—¿Qué lees hoy? —preguntó, obviando el fin de semana. Como si el tiempo no existiera fuera de esa parada.
—Hoy… —dije, sacando el libro—. Hoy estoy releyendo La estructura del vacío.
El título era complejo, un ensayo sobre filosofía y física que me gustaba releer.
Los ojos de Daniel se abrieron ligeramente con genuino interés.
—Esa es una lectura densa para el inicio de la semana.
—Lo es —admití.
Me armé de valor, recordando el consejo de mi madre. Un fragmento de confianza.
Abrí mi mochila, busqué el pequeño objeto que había envuelto con servilleta y lo saqué. Estaba temblando.
—Oye… —dije, acercándome y rompiendo por fin la regla de los tres metros—. Yo… te vi bajarte antes el viernes.
Él me miró, y noté un ligero rubor en sus mejillas, atrapado en su gesto.
—Sí… tenía que…
—No, no importa —lo interrumpí, extendiendo la mano, la servilleta en la palma—. Es… por los tres minutos extra.
Daniel tomó el paquete, mirándolo con curiosidad. Lo desenvolvió lentamente.
Era una pequeña galleta de mantequilla que mi madre había horneado.
Daniel levantó la vista y me miró a los ojos. Esta vez, la sonrisa era amplia y genuina.