El Chico De La Parada

Capítulo 8: La prueba del café

Sábado. Día de la cita en El Rincón Cálido.

El nerviosismo del lunes se había transformado en una ansiedad dulce y persistente. Era la primera vez que iba a encontrarme con Daniel en un lugar que no oliera a diésel y frío mañanero. Este era un encuentro voluntario, intencional, y no dictado por la necesidad de transporte.

Me vestí de manera sencilla: jeans, un suéter de lana color crema y mis zapatillas favoritas. No quería parecer que me había esforzado demasiado, aunque pasé treinta minutos debatiendo sobre qué pendientes usar. Finalmente, opté por ninguno. La naturalidad era la mejor defensa contra la timidez.

Llegué al El Rincón Cálido diez minutos antes de la hora acordada. Era una cafetería pequeña y acogedora, con olor a vainilla y canela. Me senté en una mesa para dos cerca de la ventana, con mi libro y mi teléfono como escudos protectores.

El problema de llegar temprano es que te da tiempo para pensar demasiado.

¿Debería haber traído un regalo? ¿Qué pasa si es aburrido sin la adrenalina del autobús? ¿Qué pasa si solo le gusta hablar de libros y nada más?

Justo cuando mi mente empezaba a caer en espiral, sonó la pequeña campana de la entrada.

Ahí estaba Daniel. Vestía diferente a su uniforme: jeans oscuros y una sudadera gris simple. Su cabello se veía un poco más desordenado que de costumbre, lo que lo hacía verse aún más accesible.

Pareció buscarme entre las pocas mesas ocupadas, y cuando sus ojos se encontraron con los míos, esa sonrisa tranquila y genuina volvió. Se acercó a la mesa.

—Hola, Clara. Gracias por venir.

—Gracias por invitarme —respondí, sintiendo el rubor en mis mejillas a pesar de mi entrenamiento mental.

Daniel se sentó frente a mí y puso un libro sobre la mesa: era una edición antigua de La estructura del vacío, con las tapas desgastadas.

—No sabía qué pedir, pero sabía que teníamos que hablar de esto —dijo, señalando el libro.

Pedimos café. Yo, un latte con mucha espuma. Él, un americano simple. La camarera se fue, y el silencio regresó. Pero esta vez, no era un silencio incómodo de la parada, sino un silencio de anticipación.

—Te vi en el bus el viernes —dije, decidiendo abordar el tema directamente para no dejarlo como un elefante en la habitación.

Daniel me miró con una expresión de culpa mezclada con timidez.

—Sí…

—Gracias —dije, sintiendo que me sonrojaba de nuevo—. Por bajarte en el Parque Central. No tenías que hacerlo.

Él tomó un sorbo de su americano caliente antes de responder. Su voz era baja, apenas por encima del murmullo de la cafetería.

—Quería hacerlo. Es… es extraño hablar contigo. Me gusta. Y es una tontería, pero el viaje se sentía demasiado corto.

Su honestidad fue desarmante. Mi corazón se derritió un poco.

—Siento lo mismo —confesé, mirándolo directamente—. No soy muy buena hablando con la gente. Por eso siempre tengo un libro.

—Lo sé —dijo Daniel, sonriendo suavemente—. Te observé mucho en la escuela. Tú y tu libro siempre estaban juntos. Yo… yo siempre estaba solo.

La conversación fluyó después de esa confesión. Hablamos de nuestros miedos al futuro, del por qué nos gustaba la tranquilidad de la mañana, de nuestras universidades soñadas. Descubrí que Daniel quería estudiar ingeniería, pero su pasión oculta era el diseño conceptual, de ahí su fascinación por los sistemas en los libros de fantasía.

La timidez no había desaparecido, pero se había suavizado. Ahora era como una tela suave que nos envolvía, en lugar de un muro que nos separaba. Cada pregunta era formulada con cuidado, cada respuesta era honesta y lenta.

El tiempo pasó increíblemente rápido. Cuando terminamos nuestros cafés, el sol de la tarde ya entraba por la ventana.

Daniel recogió su libro y se puso de pie.

—Esto fue mucho mejor que la parada —dijo.

—Sí —respondí, levantándome también—. Mucho más… cálido.

Caminamos hacia la puerta. Justo al salir, la gente en la calle era densa, y por un momento, nos encontramos caminando muy juntos. Su mano rozó mi brazo. No nos separamos. Mantuvimos el contacto sutil.

Al llegar a la esquina, donde teníamos que separarnos para ir cada uno a su casa, Daniel se detuvo.

—Gracias por la galleta —dijo.

—Gracias por los vacíos —respondí, sonriendo.

Daniel me miró, y por primera vez, no hubo titubeo. Fue una mirada profunda, una que no buscaba una respuesta en un libro, sino en mí.

—¿Te veo el lunes en la parada? —preguntó.

—A las 7:15 —confirmé.

Y con un asentimiento, él se dio la vuelta y se fue, dejando un rastro de expectativa en el aire. La cita había terminado, pero el slow burn acababa de volverse un poco más brillante. El lunes, la parada ya no sería el fin de nuestra conversación, sino la continuación.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.